lunes, junio 20, 2005

Extranjeros, mas no turistas

Historia de nuestra hazaña
A Mote, Tonatiu y Marisol

La primera vez que subí a un avión, tenía entre 10 y 11 años, y no recuerdo mucho de aquella experiencia. Sé que viajé a Cuba junto con mis compañeritos de primaria, y que paseamos por calles, visitamos monumentos, acuarios, playas y la escuela de los pioneros, niños de nuestra edad con quienes intercambiamos pañoletas rojas por lápices de colores, cuadernos y dulces. Los detalles de aquel viaje están muy dispersos en mi memoria porque he de aceptar que en ese entonces me daba lo mismo que me dijeran que estaba en otro país. No entendía por qué, si hacíamos lo mismo que hacíamos diario: comer, caminar, platicar y escribir el diario del salón, yo tenía que sentirme diferente sólo porque hacíamos todas esas cosas en Cuba. Lo que más recuerdo es que una tarde me quedé sola en el hotel, en la alberca, porque mientras todos estaban listos para ir a comprar un helado, yo me quedé atorada abajo de la cama buscando mi otro tenis, y cuando pude alcanzarlo y salir del hueco, no encontré a nadie del grupo. Del trayecto de regreso no recuerdo ni el momento en que subí o bajé del avión; sólo me queda claro que mis padres y hermanos esperaban mi llegada emocionados, y alegres porque yo llegué con bien, fuimos a comer a ese restaurante en el que un ratón gigantesco embarraba chantilly en nuestras caras.
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La segunda vez que me subí a un avión también fue para dirigirme a Cuba, pero sólo como escala. 15 años después, temblaba de nervios mientras caminaba por la banda hacia la sala de espera; me llegaban a la mente todas esas imágenes de las películas en las que el personaje principal es un avión que se estrella, que explota, que pierde energía, que se enreda entre las nubes y relámpagos de una tormenta y se pierde en el mar. Eso recordaba y pensaba a la vez que sólo pasa en las películas, o en rarísimos accidentes. Traté de calmarme y sonreír, contagiada sobre todo por la emoción de Mote y mis hermanos, y cuando estábamos ya adentro, buscando nuestros asientos, miré a todos lados, todo tan pequeño, las ventanillas chiquitas, el pasillo angosto. De pronto, cuando la azafata se puso adelante y empezó a hacer las muecas más desganadas y chistosas que he visto, me llegaron los nervios otra vez, "¿qué sí será necesario hacer todo eso, ponerse la máscara y el chaleco salvavidas?", y puse tanta atención y me pareció tan absurdo y complicado, que luego pensé "si ha de pasar algo, ya veremos cómo reaccionamos, no creo que uno pueda hacer todo lo que ella dice en el orden que ella dice", y me dispuse a seguir con Saramago.
Lo que sentí durante el despegue y las dos horas que duró el viaje hasta Cuba, es una bola de contradicciones entre alegría, angustia, dolor de cabeza, hambre e incredulidad por no entender cómo los otros iban tan campantes, sin darse cuenta que íbamos a miles de kilómetros primero sobre la tierra y luego sobre el mar y que no teníamos el control de nada, todo dependía del buen funcionamiento del motor de un aparato que flotaba rapidísimo en el aire.
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I
Así empezó nuestro largo recorrido, que por fortuna, hicimos más a través de caminos férreos y banquetas, que en el aire.
El boleto más barato que conseguimos tenía como destino final el aeropuerto de Orsay, París, pero con escala en La Habana. La emoción que nos invadía en la mañana fue decayendo poco a poco, al tiempo que llenábamos unos formularios donde teníamos que poner los datos personales que incluían especificar motivo del viaje, aerolínea, aeropuerto, días de estancia, número de boleto de regreso, número de pasaporte, entre otras cosas que no sabíamos cómo responder exactamente, así que nos tardamos en el llenado y fuimos los últimos en pasar por la aduana. Nunca entendí qué de complicado tenía el hecho de que sólo estuviéramos de paso un día para abordar el otro avión que nos llevaría a París, pero a los militares cubanos les pareció tan sospechoso que, a pesar de que íbamos juntos, nos interrogaron a cada cual por separado, tratando de indagar por qué, si estábamos en fechas de escuela, no estábamos estudiando; de dónde sacamos el dinero para el viaje; en qué trabajaba nuestro padre; por qué íbamos a París y por qué saldríamos de regreso por Madrid; en qué hotel nos quedaríamos esa noche; quién nos estaba esperando en europa...
Cuando por fin nos dejaron pasar y salimos a buscar un taxi que nos llevara al hotel, empezamos a conocer la sensación de no estar donde uno debe estar, de extrañeza, de extranjeros. ¿A quién le cobran 15 dólares de más sobre una tarifa establecida en el recorrido del aeropuerto a cualquier hotel cerca del malecón, si no a un extranjero? ¿Y sobre todo a cuatro extranjeros jóvenes, no sólo con la cara de novatos inexpertos? Y peor aún: mexicanos.
Nunca pensé que nuestra nacionalidad nos hiciera tanto daño en un país latinoamericano. Pero recordé las estupideces cometidas por aquél que se dice nuestro presidente y entendí de inmediato (cómo se ha encargado de abrir una brecha en las relaciones político-económicas con Cuba, votando en su contra, y apoyando al gobierno estadounidense, por ejemplo). La consecuencia visible de ello, fue el desprecio que salía de las bocas de los cubanos que reconocían nuestra nacionalidad. Sólo hubo uno que trató de ser amable, pues al vernos caminar sin rumbo muy fijo, se ofreció como guía y nos llevó a la parte que creímos sería la más hermosa por antigua: La Habana vieja. Nos subimos al taxi con él y nos llevó a comer con alguna conocida suya. Obviamente tenían un acuerdo y ella le dio un porcentaje de la cuenta final. De ahí caminamos por el barrio, mirando las casas medio derruídas, descascaradas, llenas de humedad. Las calles que no eran avenidas principales no estaban pavimentadas, había pocos perros y no se veía tanta basura como en varias colonias de aquí. Lo que se notaba a simple vista era la desolación, la desesperación contenida, la rabia de no saber de dónde sacar dinero que valiera, la rabia de tener que cambiar los pesos cubanos por dólares, de vernos pasear tan campantes y despreocupados, tan tranquilos porque nosotros nos iríamos al otro día y ellos tendrían que quedarse ahí, buscando a cualquier otro extranjero que quisiera dar un paseo guiado a cambio de 5 dólares. Después nos enteramos de que todo se vende en dólares y que los salarios se pagan en pesos cubanos; y para obtener un dólar, es necesario juntar 37 pesos cubanos.
Mientras más caminábamos y nos sentíamos más lejanos del hotel, y más en tierra ajena, pero además invadiendo esa tierra, más sentíamos las miradas agresivas en todos aquellos con quienes nos cruzábamos, pues fue imposible pasar inadvertidos, perderse entre tanta gente, como hubiéramos querido, para poder observar, caminar y encontrar quién sabe qué a nuestras anchas. Era extraño sentirse observado e incluso perseguido, esperando algo más fuerte que las mentadas por ser mexicanos. El guía nos dejó en una avenida transitada, cerca de unos portales donde se exhibían mujeres y travestis en espera de algún cliente. De ahí caminamos un poco hacia una plaza que se veía tranquila, donde había unas pequeñas bancas y algunas plantas. Ahí nos sentamos y mi hermana descubrió que al fondo había una imagen de Marx tallada en piedra junto a un letrero, también tallado en piedra, que decía: "Proletarios del mundo, uníos". Me quedé pensando en que esa frase ahí, no hacía más que adornar la pared. En su invalidez práctica después de todo lo que acabábamos de percibir después de caminar toda la tarde por las calles más pobres de la ciudad.
Decidimos regresar, pero esta vez siguiendo nada más al malecón, que se mantenía firme, recibiendo los golpes de las olas furiosas, dejando pasar apenas la brisa salada y fresca. Las fachadas de todas las casas que estaban sobre esa avenida, delataban a la humedad y el salitre como férreos inquilinos decididos a acabar con ellas. Podía adivinarse la hermosura con que las casas barrocas alguna vez adornaron y se impusieron en la ciudad, medio cubiertas ahora por enredaderas, raíces y follajes tan verdes y espesos, que le daban un toque de salvajismo admirable, incluso poético. Pero había algo en el ambiente que no permitía que esa sensación y admiración aflorara y perdurara; era como si alguna voz dijera que es imposible la belleza entre tanta decadencia y abandono palpables.
Nos detuvimos un rato y miramos el mar, todos en silencio, intranquilos. Yo miraba el cielo, siguiendo su curvatura que se dirigía hacia algún punto donde seguro acariciaría al mar. Me preguntaba cómo sería llegar al otro continente después de la despedida que nos había dado este. Me preguntaba si ahí sí podríamos perdernos -casi escudarnos- entre otros grupos de extranjeros más visibles que nosotros. Sabíamos que nunca nos considerarían turistas, pues no íbamos dispuestos a dejar miles de pesos convertidos a euros para llenar, a cambio, nuestras mochilas con recuerditos para todos y cada uno de nuestros conocidos. Tampoco nos uniríamos a ningún tour que nos llevara a conocer lo más importante de cada ciudad, disponiendo de 20 minutos para apreciar cada recinto. Y ninguno llevaba lentes oscuros ni short. Pero no íbamos a que nos consintieran ni nos sirvieran en charolas de plata; por desgracia, tampoco esperábamos decubrir que el primer mundo no ha evolucionado por completo en su humanismo, y que hay sutiles, pero perceptibles, restos de discriminación y prepotencia para los que no estábamos preparados.
*
Al otro día llegamos a tiempo al aeropuerto para contestar, sin ganas, pero sin podernos librar, un nuevo interrogatorio.
Los nervios me llegaron de nuevo, pero era más fuerte la necesidad de salir de ahí y volar lo más alto y lejos posible para descubrir un país que no me recordara al propio.

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