martes, octubre 23, 2007

Asfáltica


Acaba de salir el nuevo número de la revista Asfáltica (supuestamen-
te trimestral pero en realidad anual). Les quedó muy bien, aunque quizá las fotos de la obra plástica lucirían más a color. Recomiendo que la busquen; yo no participé esta ocasión, si no la anterior con el siguiente cuentito, a ver si les gusta.

Por cierto, les parecerá raro que en el título se hable de variantes. Lo que ocurre es que es la primera parte de otros tres; también la primera versión, porque ha cambiado un poco con el tiempo.
El grabado que lo acompaña es de Sergio Hernández.

Variantes de la niña muerta I: Marueta

Preludio
La mirada colérica de esa niña no me deja dormir.
Los doctores y las enfermeras aseguran que sus ojos están perdidos en algún plano distinto, en alguna visión en la que no hay espacio para nosotros, para nadie más -síncope azul le llaman-, pero que regresará.
Yo creo que no, yo creo que está muerta
.

Marueta siempre soñaba que convertía los chayotes en manzanas dulces con sabor a yogurth de chocolate. Su madre le servía todos los días esta verdura acompañada de otras más en todas las variantes posibles: cocidas, crudas, con crema, mayonesa, horneadas, en caldo, licuadas, en pastel; a veces acompañadas de un pequeño pedazo de pescado, pollo o bistec empanizado que la niña dejaba al último para saborearlo despacio en comparación de la avidez con que devoraba el chayote, pues aunque no soportaba morder y encontrarse con ese jugo insípido que le llenaba la boca sin poder meterse un trozo de carne para combinar el sabor, pensaba que mientras más rápido desapareciera del plato, sería más fácil disfrutar lo demás.
Una mañana, aprovechando que la mamá llevaría a Chonche al veterinario, Marueta acercó su banquito al refri y trepó hasta alcanzar los envases que su mamá tanto se afanaba en alejar de ella. Siempre argumentaba que hasta que no supiera leer no la dejaría tocar esos botes, pues sus ingredientes no eran naturales y podría haber algunos que le hicieran daño, cosa de la que no se enteraría adivinando lo que decían las letritas, como solía hacer con los anuncios y los nombres de las calles.
Supuso que si seguía el ejemplo de su mamá y usaba las tazas con rayitas para preparar los pasteles y el flan, le quedaría un platillo igual de exquisito, con ese sabor que tanto aparecía en sueños haciéndola levantarse con la saliva en la boca y el estómago crujiendo. Además, el líquido que había escogido para cocinar sus chayotes era igual de blanco que el yogurth y en la etiqueta aparecía una estufa y la cocina, lo que implicaba que sí, seguro se le ponía a la comida, pero tal vez era tan bueno, que su mamá lo estaba guardando para la fiesta de cumpleaños o alguna otra ocasión especial.
A sus cinco años, Marueta ya sabía que las gelatinas se hacían con un polvo morado y agua caliente, y después de dejarla enfriar, se ponía en moldes de pollo o pato y se metía al refri. Le hubiera gustado seguir el mismo procedimiento para los chayotes, pero su mamá nunca la dejaba acercarse a la estufa y no sabía prenderla, así que el platillo en realidad sería el postre, frío como el helado o el flan.
Sacó a sus verdes enemigos de la charola con agua en la que su mamá siempre los tenía listos para el guisado del día: rebanados o en cubitos, unos crudos y otros ya cocidos. Marueta escogió los cubitos para hacer una figura en el plato. Tomó una taza de las más grandes y le puso azúcar, chocolate y el líquido mágico. El olor era fuerte, pero ya se había acostumbrado a olores raros que salían de la cocina mientras su mamá preparaba la comida. Movió largo rato hasta que la revoltura se puso muy café, con mucho chocolate. Estaba tentada a probarlo, pero a fuerza de manazos había aprendido que no se mete el dedo a la comida mientras se prepara, sólo cuando queda lista se puede cortar un pedazo o servir una cucharada en un tazoncito. Entonces pensó en la figura que haría con los cachitos de chayote: una boca sonriente con la lengua de fuera como diciendo “¡mmmm, qué rico!” . No le costó mucho trabajo, pero primero le puso un poco de líquido abajo, “de base” -como decía su mamá cuando ponía la mezcla de crema y mayonesa y encima las verduras- y luego fue poniendo la curva de pedacitos hasta que quedó grande, bien sonriente; sólo tuvo que ocupar una rebanada para la lengua -“esa que está grande, para mi mamá”- pensó, y sonrió imaginando cómo la agarraría con los dedos y se la iría metiendo a la boca.
Terminó de vaciar lo que sobraba en la taza sobre la figura, y con una cuchara lo expandió para que cada pedacito quedara bien cubierto. De pronto se acordó del chocolate que tanto le gustaba a su mamá, el que se sirve líquido y cuando se enfría se hace duro; fue por él y se lo puso encima, delineando la sonrisa. Como ya estaba listo, se animó a chuparse los dedos, y le gustó tanto lo agridulce del chocolate y el líquido blanco, que también quiso probar un cubito y luego otro y otro. Estaba sorprendida y contenta, aunque el sabor no era exactamente como el de su sueño, por lo menos no se parecía para nada al del chayote, y hasta quería comer más. Cuando vio que la sonrisa ya estaba muy chiquita se le ocurrió que mejor se acababa todo y preparaba otro sólo para su mamá, pero ya quedaba muy poquito del líquido especial; además, de repente sentía que le daba vueltas la cabeza como cuando se subía al “gira-gira” del parque y tenía muchas ganas de dormir. Se acostó en el sillón y pensó “mejor cuando llegue mi mamá lo hacemos entre las dos”, y cerró los ojos.
Rosaura, la mamá de Marueta, llegó cerca de las tres de la tarde; había pasado gran parte de la mañana buscando las medicinas que recetaron a Chonche, perro de avanzada edad y raza delicada, que las últimas semanas dormía gran parte del día, comía poco y de noche en noche vomitaba. El veterinario detectó una infección estomacal y otras molestias relacionadas con la vejez, así que le mandó a hacer estudios, radiografías y una gran lista de calmantes, antisépticos y demás.
Al entrar y dejar con cuidado al perro en su casita, se le hizo raro que Marueta no saliera corriendo a abrazarla y querer juguetear con la mascota o sacarlo a pasear. Se asomó a su recámara y todo estaba en orden: no había disfraces o muñecos tirados y la cortina y ventana seguían cerradas, sólo que la pijama no adornaba la alfombra y la cama no estaba tendida, lo que más que molestarle, le preocupó. Sintió una urgente necesidad de ir al baño, pero mientras avanzaba por el pasillo percibió el excesivo olor a amonia y se dejó llevar por él hasta la cocina, al tiempo que trataba de recordar si había limpiado algo antes de irse o la noche anterior, si había dejado la botella mal tapada o si se había derramado; pero no, ella era muy cuidadosa, sobre todo con Marueta husmeando por todos lados, jugueteando con lo que tuviera a la mano sin detenerse a pensar en el peligro de las sustancias tóxicas; cómo se acordaba del día que le quitó el veneno para ratas con el que quería hacer panqués para los gatos y perros de la calle...
Y se acordaba de eso pero no de lo que había limpiado con Ajax amonia, y de pronto no podía pensar y sentía que el aire se había quedado allá afuera en el pasillo, porque ahí no, porque de pronto le punzaba la cabeza al mirar el banquito de Marueta a la orilla del refri y la puerta de la alacena abierta, esa puerta que debía tener candado porque resguardaba limpiadores, venenos, aromatizantes y destapacaños.
Gritó el nombre con la voz quebrada, pero el plato rebosante de Ajax con chocolate y la rebanada de chayote a medio morder le hicieron perder la voz y caer de rodillas junto a Marueta, quien al parecer había sufrido de retorcijones antes de quedar paralizada en posición fetal, con las manos apretando su estómago como queriendo arrancárselo, o por lo menos lo que no se había ido junto con el vómito sobre el que flotaba su cabello.

lunes, octubre 22, 2007

Sorpresa

Me acabo de enterar de que publicaron un texto mío en Blanco Móvil, que dedica este número a "Escritoras y ciudades". Yo le había mandado el siguiente texto a un amigo, quien supuestamente iba a coordinar el número. Al final no sé qué pasó, pero fue una agradable sorpresa. Lo más decente sería invitarlos a que compren la revista y lean la crónica, pero la dejo aquí por si no tienen tiempo de ir a buscarla.

Barcelona: serpiente colorida

Si pudiéramos observar la silueta de las ciudades desde el cielo, lo más probable es que nos sucediera lo mismo que cuando buscamos figuras en las nubes: encontraríamos animales que se transforman en castillos o en monstruos. Sin embargo, la forma de las ciudades también se va dibujando bajo nuestros pies después de caminarlas; ante nuestros ojos después de atravesar calles, plazas, parques, y especialmente, en el caso de Barcelona, ramblas y callejones.
Claro que la vista de esta ciudad desde un avión en nada se parece a un animal ni a un monstruo; mirándola objetivamente su figura es bastante sencilla e incluso práctica: un blanco rectángulo irregular bañado por el mediterráneo a los pies de una montaña que a su vez es una especie de parcela dividida en otros rectángulos más largos que atraviesan el territorio de norte a sur.
En realidad, Barcelona vista desde arriba es una mancha de leche.

Contrapunto
Uno no se da cuenta de lo acostumbrado que está a las condiciones climáticas de su país hasta que visita otro; sobre todo en los últimos años durante los cuales hemos notado cómo el sobrecalentamiento de la tierra ha provocado que los climas sean extremos y cambien casi de un momento a otro.
Parecerá extraño y tal vez depende de la experiencia de cada persona, pero creo que es posible ratificar la teoría de que el clima donde se desenvuelve la gente se refleja en su carácter. El aire frío, la llovizna constante, la bruma que puede imponerse durante el recorrido por ciudades como París, Laussane o Praga se manifiestan en algunos rasgos y actitudes de sus habitantes, lo cual, aunado a las diferencias de idioma y alimentación, hace más fuerte cierto sentimiento de extrañeza y no pertenencia, pero a la vez de curiosidad y fascinación.
Por fortuna el frío se queda en algún lugar de las vías que el tren recorre para hacernos llegar a la capital de Cataluña, y en su lugar nos recibe una cálida oleada de aire con las primeras luces de la mañana. Otra vez, la teoría del clima y la gente se comprueba: parece que hemos llegado a una provincia que nada tiene que ver con las ciudades cosmopolitas a pesar de encontrarse en una de ellas.
La primera impresión que se registra en el cuerpo al caminar por esta ciudad es la ligereza con que la gente se desliza de un lado a otro, dándose el tiempo de sentir la luz del sol que se expande por las avenidas libres de edificios descomunales.
Esta es una de las principales características que convierten a Barcelona en una ciudad tan contrastante en comparación con otros lugares de Europa: la sensación de libertad y ligereza, de aceptación a la diversidad. Y esta percepción es importante cuando uno como extranjero no sabe cómo funcionan las cosas en cada país y descubre que en la mayoría se impone cierto temor y rechazo a la llegada de inmigrantes en busca de trabajo y por lo tanto en busca de un nuevo estilo de vida que implica mezclarse con los nativos del lugar.

Retazos y parches
En el Barrio Gótico perviven los muros palimpsesto, en la Plaza del Rey los muros baleados. Las paredes muestran estragos de años atrás, la pintura se descarapela invadida por musgo y algunas plantas trepadoras. Se superponen o se entierran los ocres, los rojizos, algunas cales de un blanco sucio y grises severos. Los edificios conviven yuxtaponiendo arquitecturas de distintos siglos, no se busca imponer una homogeneidad para que las calles luzcan perfectas, aún cuando sus trazos lo son; con su irregularidad dejan claro que la búsqueda de la perfección es caldo de cultivo para la esterilidad. La diferencia en los tamaños, las formas y los colores crea una ilusión óptica y sensorial a tal grado que quien la recorre percibe contornos curvilíneos donde desde una perspectiva aérea sólo podría apreciarse un ángulo recto.
Aquí no preocupa la mala imagen que supuestamente ocasionaría a los cientos de extranjeros que la visitan a diario el hecho de que las paredes se estén desmoronando, ni que se encuentren adornadas con múltiples grafittis cuya hechura data de años en los que se raspaba la pared directamente, esgrafiándola y decorándola; cuya evolución es notable gracias al uso de aerosoles o etiquetas. Se entiende que estos elementos contribuyen a tatuar la ciudad, no a devastarla o corromperla como podrían argumentar las leyes de nuestro país para censurar tales actos.

Contrapunto II
A lo largo del tiempo algunos historiadores han querido convencernos de que la riqueza cultural de una ciudad se representa y sobrevive gracias a sus monumentos, de hecho la rigidez con que se identifica un iceberg es parecida a la que puede relacionarse con la pesadez de las construcciones que se imponen cual monolitos, como queriendo con ello garantizar su permanencia. Aunque estos rasgos no disminuyen las cualidades estéticas de las obras arquitectónicas, sí logran transmitir una sensación de grandeza inalcanzable, acaso inhumana, prepotente; sin embargo ello contradice el objetivo de los artistas al exponer su obra: hacer del arte algo tangible, cercano al hombre, que viva a través del hombre.
Para comprender que Barcelona no responde a tal estructura, valdría la pena recordar que es una de las ciudades más representativas del modernismo arquitectónico, el de Domenèch i Montaner o el de Antoni Gaudí, cuyo motor era romper con los estilos dominantes y crear una estética renovada en la que se conjugaran elementos alusivos a la naturaleza y la revolución industrial. La idea era plantear que puede haber una comunión entre los avances logrados por el hombre respetando el entorno natural a través de materiales emblemáticos como el hierro y el cristal, respectivamente.
Además de empezar a trabajar tales materiales con especial esmero en figuras retorcidas, tridimensionales, alusivas a elementos orgánicos, se buscaba aterrizar los conceptos de belleza y estética para que dejaran de ser exclusivos de las construcciones arquitectónicas y se convirtieran en valores asequibles a los objetos de uso cotidiano. Esto se relaciona con una intención política que trataba de socializar y democratizar el arte: la población debía acceder a él de una forma más tangible, des-sacralizando los museos o los monumentos. Por esta razón, los arquitectos también se convirtieron en diseñadores que trasladaban la intención estética del exterior de algún edificio a la decoración de los interiores para crear un conjunto integral.

Sinfonía catalana
Puedes caminar por todas las ramblas de norte a sur y cada una te llevará a una playa distinta. Si tienes suerte llegarás a Nova Mar Bella, donde eres libre de exponer tu cuerpo sin prenda alguna para asolearte o remojarte en el mar. Si eres observador, al andar sobre la rambla te darás cuenta de que el suelo está cubierto de unos adoquines con dibujos alusivos al océano: caracoles, estrellas, moluscos diseñados por Gaudí y que han sobrevivido el paso del tiempo y de los caminantes. Cuando levantes la vista tendrás ante ti una farola de herraje negro con curvas y puntas de lanza que sostiene en lo alto un murciélago atrapado en pleno vuelo; de golpe recordarás para quién se hizo la noche.
Aquí no existe el tipo de presión que acelera el paso de los habitantes de las grandes ciudades, sin embargo puede sentirse una vitalidad que mantiene el ritmo constante, que te impulsa a buscar más, a mirar más. Oyes los murmullos, las risas, las pláticas entusiasmadas en un lenguaje que entiendes a la mitad, porque el catalán sólo pueden pronunciarlo los catalanes, y comprendes que por más que te esfuerces no tienes derecho a descifrar ese código con el que se comunican frente a ti cuando no quieren que sepas de lo que están hablando. Es el lenguaje su principal arma de identidad. Es eso de lo que se trata tanta multiplicidad, excentricidad si se quiere: la búsqueda de algo que los haga particulares. ¿Será por eso que la mayor parte de los habitantes son jóvenes? ¿Será por eso que los ancianos se han cansado lo suficiente como para querer ser diferentes? ¿Será por eso que la mayor parte de la población madrileña es de la tercera edad?
Pantalones, faldas, mallas, playeras, camisas de colores a rayas que recuerdan a los saltimbanquis y a personajes de circo; atuendos que en su esfuerzo por no parecerse a los de nadie más apuntan a cierta teatralidad, casi estrafalaria. Vestiduras de colores intensos que hacen juego con la pedrería y los mosaicos de lugares tan emblemáticos como el Park Güell o la casa Batlló. Cabellos divididos en largas trenzas delgadísimas; cueros cabelludos expuestos a rape de un lado o en cortes dispares, en remolinos con puntas dirigidas hacia todos lados. Las barbas y bigotes se decoloran para ser cubiertos de tintes rojos y verdes, se adornan con arillos o se dividen en pequeñas rastas. Inevitablemente te recuerda al Tianguis del Chopo, pero cambiando el negro por cualquier otro color y sin restringirse a un perímetro delimitado.
Y son ellos, los jóvenes quienes se desbordan por las avenidas, las ramblas, los cafés, los bares, los museos, las banquetas por donde se instalan ferias de libros de viejo.
Conforme avanzas por este enorme camellón te acompañan restos de ecos que se van quedando atrás o se diluyen mezclándose con los sonidos que se adivinan más adelante. El silencio es imposible donde hay una guitarra, un saxofón, una trompeta, una voz que canta o que grita monólogos; un montón de pajarillos enjaulados, vendedores de artículos para mascotas, de pinturas, de plantas, flores, peces y tortugas. El barullo es constante, el ir y venir en bicicletas, patines, casi siempre a pie y rápido, quedando con quienes se cruzan para verse al rato, por que la noche está destinada al bar para hacer la cerveza, jugar billar y hablar, hablar, hablar.
Más tarde te das cuenta de que el bar no es el único espacio para beber y convivir cuando la humedad y el calor mediterráneo rigen tu insomnio. Si te dejas perder por los callejones del Barrio Gótico encontrarás árabes ambulantes que venden cerveza a un precio bastante módico. Puedes beberla y refrescarte mientras andas de arriba para abajo, cruzando una y otra vez la Catedral de Santa Eulalia quizá sin darte cuenta, leyendo los letreros que anuncian mercerías, abarrotes, peleterías, charcuterías, telas y vestidos a la medida; letreros que inauguraron dichos establecimientos hace años y que siguen colgados de sus soportes de madera, probablemente sin que jamás sean sustituidos por luces de neón.
Los callejones parecen trazar líneas sobre algún caracol gigante que te lleva sobre su caparazón. Te detienes ante plazas pequeñas pero bastante concurridas. Las escalinatas de las fuentes sirven de asiento para quienes entonan canciones acompañados de sus guitarras y tambores; o en algunos casos funcionan como sala de espera de los que están pendientes de la llegada de algún camello cargado de marihuana o haschís. Te aventuras por otras calles y llegas a avenidas distintas cada vez, con explanadas que ofrecen jardineras para descansar; mesas y sillas recogidas, almacenes. En una de ellas se posa un gato gigantesco que no puede negar su paternidad boteresca; en otra, mucho más adelante se abre una boca al puro estilo pop de Lichtenstein; en otra, cuando ya no sabes exactamente por dónde seguir, te espera Cristóbal Colón cubierto de caca de paloma, señalando hacia el mar, rumbo a América.
Ocupas una banca para tomarte el tiempo de planear el mapa de regreso a tu hostal, pero en vez de visualizar las calles o la línea de metro que debes tomar aparecen como flashazos las imágenes de tus recientes descubrimientos: la cerámica que recubre las banquitas, los plafones, las fachadas de las torres, el lagarto y las fuentes del Park Güell es resultado de miles de vajillas rotas cuyos diseños y colores conviven y contrastan con la piedra pura, labrada. Recuerdas que para llegar ahí debiste subir varias pendientes, algunas tan empinadas que contaban con escaleras eléctricas. En algún momento llegaste tan arriba que estabas en la punta de un cerro cuya función verdadera era la de mirador: toda la ciudad ante tus ojos, y más allá el mar. Después descubriste que esa iglesia enorme era la Sagrada Familia, y que los reflejos que brotaban de algunas torres se debían a la intensidad del sol sobre vidrios y azulejos de los edificios que conforman la “manzana de la discordia”, esa colonia en la que confluyen marcadamente las construcciones de épocas tan distintas.
Por ahí está la Fundación Antoni Tápies con su muralla de alambres retorcidos simulando una silla enorme sobre la entrada.
Si no tienes coche, a la Fundación Miró sólo se llega si transbordas en el metro para tomar el funicular que te lleva colina arriba, donde también puedes perderte en los corredores que conectan jardines y fuentes que en su conjunto son un parque grandísimo.
Distinto, raro, diferente, atractivo. ¿Es la ciudad o es tu no pertenencia extranjera? Miras la luna y miras la hora y sabes que tienes que irte, pero no quieres. Sabes también que no es al hostal a donde no quieres regresar.