Acaba de salir el nuevo número de la revista Asfáltica (supuestamen-
te trimestral pero en realidad anual). Les quedó muy bien, aunque quizá las fotos de la obra plástica lucirían más a color. Recomiendo que la busquen; yo no participé esta ocasión, si no la anterior con el siguiente cuentito, a ver si les gusta.
Por cierto, les parecerá raro que en el título se hable de variantes. Lo que ocurre es que es la primera parte de otros tres; también la primera versión, porque ha cambiado un poco con el tiempo.
El grabado que lo acompaña es de Sergio Hernández.Variantes de la niña muerta I: Marueta
Preludio
La mirada colérica de esa niña no me deja dormir.
Los doctores y las enfermeras aseguran que sus ojos están perdidos en algún plano distinto, en alguna visión en la que no hay espacio para nosotros, para nadie más -síncope azul le llaman-, pero que regresará.
Yo creo que no, yo creo que está muerta.
Marueta siempre soñaba que convertía los chayotes en manzanas dulces con sabor a yogurth de chocolate. Su madre le servía todos los días esta verdura acompañada de otras más en todas las variantes posibles: cocidas, crudas, con crema, mayonesa, horneadas, en caldo, licuadas, en pastel; a veces acompañadas de un pequeño pedazo de pescado, pollo o bistec empanizado que la niña dejaba al último para saborearlo despacio en comparación de la avidez con que devoraba el chayote, pues aunque no soportaba morder y encontrarse con ese jugo insípido que le llenaba la boca sin poder meterse un trozo de carne para combinar el sabor, pensaba que mientras más rápido desapareciera del plato, sería más fácil disfrutar lo demás.
Una mañana, aprovechando que la mamá llevaría a Chonche al veterinario, Marueta acercó su banquito al refri y trepó hasta alcanzar los envases que su mamá tanto se afanaba en alejar de ella. Siempre argumentaba que hasta que no supiera leer no la dejaría tocar esos botes, pues sus ingredientes no eran naturales y podría haber algunos que le hicieran daño, cosa de la que no se enteraría adivinando lo que decían las letritas, como solía hacer con los anuncios y los nombres de las calles.
Supuso que si seguía el ejemplo de su mamá y usaba las tazas con rayitas para preparar los pasteles y el flan, le quedaría un platillo igual de exquisito, con ese sabor que tanto aparecía en sueños haciéndola levantarse con la saliva en la boca y el estómago crujiendo. Además, el líquido que había escogido para cocinar sus chayotes era igual de blanco que el yogurth y en la etiqueta aparecía una estufa y la cocina, lo que implicaba que sí, seguro se le ponía a la comida, pero tal vez era tan bueno, que su mamá lo estaba guardando para la fiesta de cumpleaños o alguna otra ocasión especial.
A sus cinco años, Marueta ya sabía que las gelatinas se hacían con un polvo morado y agua caliente, y después de dejarla enfriar, se ponía en moldes de pollo o pato y se metía al refri. Le hubiera gustado seguir el mismo procedimiento para los chayotes, pero su mamá nunca la dejaba acercarse a la estufa y no sabía prenderla, así que el platillo en realidad sería el postre, frío como el helado o el flan.
Sacó a sus verdes enemigos de la charola con agua en la que su mamá siempre los tenía listos para el guisado del día: rebanados o en cubitos, unos crudos y otros ya cocidos. Marueta escogió los cubitos para hacer una figura en el plato. Tomó una taza de las más grandes y le puso azúcar, chocolate y el líquido mágico. El olor era fuerte, pero ya se había acostumbrado a olores raros que salían de la cocina mientras su mamá preparaba la comida. Movió largo rato hasta que la revoltura se puso muy café, con mucho chocolate. Estaba tentada a probarlo, pero a fuerza de manazos había aprendido que no se mete el dedo a la comida mientras se prepara, sólo cuando queda lista se puede cortar un pedazo o servir una cucharada en un tazoncito. Entonces pensó en la figura que haría con los cachitos de chayote: una boca sonriente con la lengua de fuera como diciendo “¡mmmm, qué rico!” . No le costó mucho trabajo, pero primero le puso un poco de líquido abajo, “de base” -como decía su mamá cuando ponía la mezcla de crema y mayonesa y encima las verduras- y luego fue poniendo la curva de pedacitos hasta que quedó grande, bien sonriente; sólo tuvo que ocupar una rebanada para la lengua -“esa que está grande, para mi mamá”- pensó, y sonrió imaginando cómo la agarraría con los dedos y se la iría metiendo a la boca.
Terminó de vaciar lo que sobraba en la taza sobre la figura, y con una cuchara lo expandió para que cada pedacito quedara bien cubierto. De pronto se acordó del chocolate que tanto le gustaba a su mamá, el que se sirve líquido y cuando se enfría se hace duro; fue por él y se lo puso encima, delineando la sonrisa. Como ya estaba listo, se animó a chuparse los dedos, y le gustó tanto lo agridulce del chocolate y el líquido blanco, que también quiso probar un cubito y luego otro y otro. Estaba sorprendida y contenta, aunque el sabor no era exactamente como el de su sueño, por lo menos no se parecía para nada al del chayote, y hasta quería comer más. Cuando vio que la sonrisa ya estaba muy chiquita se le ocurrió que mejor se acababa todo y preparaba otro sólo para su mamá, pero ya quedaba muy poquito del líquido especial; además, de repente sentía que le daba vueltas la cabeza como cuando se subía al “gira-gira” del parque y tenía muchas ganas de dormir. Se acostó en el sillón y pensó “mejor cuando llegue mi mamá lo hacemos entre las dos”, y cerró los ojos.
Rosaura, la mamá de Marueta, llegó cerca de las tres de la tarde; había pasado gran parte de la mañana buscando las medicinas que recetaron a Chonche, perro de avanzada edad y raza delicada, que las últimas semanas dormía gran parte del día, comía poco y de noche en noche vomitaba. El veterinario detectó una infección estomacal y otras molestias relacionadas con la vejez, así que le mandó a hacer estudios, radiografías y una gran lista de calmantes, antisépticos y demás.
Al entrar y dejar con cuidado al perro en su casita, se le hizo raro que Marueta no saliera corriendo a abrazarla y querer juguetear con la mascota o sacarlo a pasear. Se asomó a su recámara y todo estaba en orden: no había disfraces o muñecos tirados y la cortina y ventana seguían cerradas, sólo que la pijama no adornaba la alfombra y la cama no estaba tendida, lo que más que molestarle, le preocupó. Sintió una urgente necesidad de ir al baño, pero mientras avanzaba por el pasillo percibió el excesivo olor a amonia y se dejó llevar por él hasta la cocina, al tiempo que trataba de recordar si había limpiado algo antes de irse o la noche anterior, si había dejado la botella mal tapada o si se había derramado; pero no, ella era muy cuidadosa, sobre todo con Marueta husmeando por todos lados, jugueteando con lo que tuviera a la mano sin detenerse a pensar en el peligro de las sustancias tóxicas; cómo se acordaba del día que le quitó el veneno para ratas con el que quería hacer panqués para los gatos y perros de la calle...
Y se acordaba de eso pero no de lo que había limpiado con Ajax amonia, y de pronto no podía pensar y sentía que el aire se había quedado allá afuera en el pasillo, porque ahí no, porque de pronto le punzaba la cabeza al mirar el banquito de Marueta a la orilla del refri y la puerta de la alacena abierta, esa puerta que debía tener candado porque resguardaba limpiadores, venenos, aromatizantes y destapacaños.
Gritó el nombre con la voz quebrada, pero el plato rebosante de Ajax con chocolate y la rebanada de chayote a medio morder le hicieron perder la voz y caer de rodillas junto a Marueta, quien al parecer había sufrido de retorcijones antes de quedar paralizada en posición fetal, con las manos apretando su estómago como queriendo arrancárselo, o por lo menos lo que no se había ido junto con el vómito sobre el que flotaba su cabello.
La mirada colérica de esa niña no me deja dormir.
Los doctores y las enfermeras aseguran que sus ojos están perdidos en algún plano distinto, en alguna visión en la que no hay espacio para nosotros, para nadie más -síncope azul le llaman-, pero que regresará.
Yo creo que no, yo creo que está muerta.
Marueta siempre soñaba que convertía los chayotes en manzanas dulces con sabor a yogurth de chocolate. Su madre le servía todos los días esta verdura acompañada de otras más en todas las variantes posibles: cocidas, crudas, con crema, mayonesa, horneadas, en caldo, licuadas, en pastel; a veces acompañadas de un pequeño pedazo de pescado, pollo o bistec empanizado que la niña dejaba al último para saborearlo despacio en comparación de la avidez con que devoraba el chayote, pues aunque no soportaba morder y encontrarse con ese jugo insípido que le llenaba la boca sin poder meterse un trozo de carne para combinar el sabor, pensaba que mientras más rápido desapareciera del plato, sería más fácil disfrutar lo demás.
Una mañana, aprovechando que la mamá llevaría a Chonche al veterinario, Marueta acercó su banquito al refri y trepó hasta alcanzar los envases que su mamá tanto se afanaba en alejar de ella. Siempre argumentaba que hasta que no supiera leer no la dejaría tocar esos botes, pues sus ingredientes no eran naturales y podría haber algunos que le hicieran daño, cosa de la que no se enteraría adivinando lo que decían las letritas, como solía hacer con los anuncios y los nombres de las calles.
Supuso que si seguía el ejemplo de su mamá y usaba las tazas con rayitas para preparar los pasteles y el flan, le quedaría un platillo igual de exquisito, con ese sabor que tanto aparecía en sueños haciéndola levantarse con la saliva en la boca y el estómago crujiendo. Además, el líquido que había escogido para cocinar sus chayotes era igual de blanco que el yogurth y en la etiqueta aparecía una estufa y la cocina, lo que implicaba que sí, seguro se le ponía a la comida, pero tal vez era tan bueno, que su mamá lo estaba guardando para la fiesta de cumpleaños o alguna otra ocasión especial.
A sus cinco años, Marueta ya sabía que las gelatinas se hacían con un polvo morado y agua caliente, y después de dejarla enfriar, se ponía en moldes de pollo o pato y se metía al refri. Le hubiera gustado seguir el mismo procedimiento para los chayotes, pero su mamá nunca la dejaba acercarse a la estufa y no sabía prenderla, así que el platillo en realidad sería el postre, frío como el helado o el flan.
Sacó a sus verdes enemigos de la charola con agua en la que su mamá siempre los tenía listos para el guisado del día: rebanados o en cubitos, unos crudos y otros ya cocidos. Marueta escogió los cubitos para hacer una figura en el plato. Tomó una taza de las más grandes y le puso azúcar, chocolate y el líquido mágico. El olor era fuerte, pero ya se había acostumbrado a olores raros que salían de la cocina mientras su mamá preparaba la comida. Movió largo rato hasta que la revoltura se puso muy café, con mucho chocolate. Estaba tentada a probarlo, pero a fuerza de manazos había aprendido que no se mete el dedo a la comida mientras se prepara, sólo cuando queda lista se puede cortar un pedazo o servir una cucharada en un tazoncito. Entonces pensó en la figura que haría con los cachitos de chayote: una boca sonriente con la lengua de fuera como diciendo “¡mmmm, qué rico!” . No le costó mucho trabajo, pero primero le puso un poco de líquido abajo, “de base” -como decía su mamá cuando ponía la mezcla de crema y mayonesa y encima las verduras- y luego fue poniendo la curva de pedacitos hasta que quedó grande, bien sonriente; sólo tuvo que ocupar una rebanada para la lengua -“esa que está grande, para mi mamá”- pensó, y sonrió imaginando cómo la agarraría con los dedos y se la iría metiendo a la boca.
Terminó de vaciar lo que sobraba en la taza sobre la figura, y con una cuchara lo expandió para que cada pedacito quedara bien cubierto. De pronto se acordó del chocolate que tanto le gustaba a su mamá, el que se sirve líquido y cuando se enfría se hace duro; fue por él y se lo puso encima, delineando la sonrisa. Como ya estaba listo, se animó a chuparse los dedos, y le gustó tanto lo agridulce del chocolate y el líquido blanco, que también quiso probar un cubito y luego otro y otro. Estaba sorprendida y contenta, aunque el sabor no era exactamente como el de su sueño, por lo menos no se parecía para nada al del chayote, y hasta quería comer más. Cuando vio que la sonrisa ya estaba muy chiquita se le ocurrió que mejor se acababa todo y preparaba otro sólo para su mamá, pero ya quedaba muy poquito del líquido especial; además, de repente sentía que le daba vueltas la cabeza como cuando se subía al “gira-gira” del parque y tenía muchas ganas de dormir. Se acostó en el sillón y pensó “mejor cuando llegue mi mamá lo hacemos entre las dos”, y cerró los ojos.
Rosaura, la mamá de Marueta, llegó cerca de las tres de la tarde; había pasado gran parte de la mañana buscando las medicinas que recetaron a Chonche, perro de avanzada edad y raza delicada, que las últimas semanas dormía gran parte del día, comía poco y de noche en noche vomitaba. El veterinario detectó una infección estomacal y otras molestias relacionadas con la vejez, así que le mandó a hacer estudios, radiografías y una gran lista de calmantes, antisépticos y demás.
Al entrar y dejar con cuidado al perro en su casita, se le hizo raro que Marueta no saliera corriendo a abrazarla y querer juguetear con la mascota o sacarlo a pasear. Se asomó a su recámara y todo estaba en orden: no había disfraces o muñecos tirados y la cortina y ventana seguían cerradas, sólo que la pijama no adornaba la alfombra y la cama no estaba tendida, lo que más que molestarle, le preocupó. Sintió una urgente necesidad de ir al baño, pero mientras avanzaba por el pasillo percibió el excesivo olor a amonia y se dejó llevar por él hasta la cocina, al tiempo que trataba de recordar si había limpiado algo antes de irse o la noche anterior, si había dejado la botella mal tapada o si se había derramado; pero no, ella era muy cuidadosa, sobre todo con Marueta husmeando por todos lados, jugueteando con lo que tuviera a la mano sin detenerse a pensar en el peligro de las sustancias tóxicas; cómo se acordaba del día que le quitó el veneno para ratas con el que quería hacer panqués para los gatos y perros de la calle...
Y se acordaba de eso pero no de lo que había limpiado con Ajax amonia, y de pronto no podía pensar y sentía que el aire se había quedado allá afuera en el pasillo, porque ahí no, porque de pronto le punzaba la cabeza al mirar el banquito de Marueta a la orilla del refri y la puerta de la alacena abierta, esa puerta que debía tener candado porque resguardaba limpiadores, venenos, aromatizantes y destapacaños.
Gritó el nombre con la voz quebrada, pero el plato rebosante de Ajax con chocolate y la rebanada de chayote a medio morder le hicieron perder la voz y caer de rodillas junto a Marueta, quien al parecer había sufrido de retorcijones antes de quedar paralizada en posición fetal, con las manos apretando su estómago como queriendo arrancárselo, o por lo menos lo que no se había ido junto con el vómito sobre el que flotaba su cabello.