viernes, mayo 27, 2005

Las alas de las tortugas

Antes de llegar a la mitad de la película, recordé cuando era niña y de repente me preguntaba qué pasaría si los grandes desaparecieran; si mis hermanos, y los vecinos y los del parque nos quedáramos solos y pudiéramos hacer lo que quisiéramos... Lo cierto es que en gran parte era así, pues la mayoría de nuestros padres siempre han trabajado todo el día y nos dejaban al cuidado de muchachas que nosotros veíamos grandes, imponentes y amigables, pero que en realidad tenían entre 16 y 20 años.
Muchas veces imaginé que hacer lo que yo quisiera sólo tendría que ver con vagar hasta muy tarde por el camellón del parque, subirme a todos los juegos, echarle lodo a los columpios que yo no quería que nadie más usara y regresar a casa, tomar la leche sólo con chocolate, sin ningún tipo de vitamina extra, y dormir. Cualquiera diría que es lo más común entre un escuincle de 7,8,9 o 10 años... Pero NO. Nunca se me había ocurrido ni preguntarme qué quiere o hace un niño de esa edad en un país devastado por la guerra, a punto de ser más destruído y saqueado aún. Un montón de niños que han tenido que aprender a vivir sin los grandes, y no precisamente porque su deseo se haya hecho realidad, sino porque la mayoría de sus padres y demás parientes ha muerto a causa de los bombazos o las metralletas. ¿Qué desea un niño que debe desactivar minas para venderlas y obtener monedas o comida a cambio? ¿Qué desea un niño que ha perdido un brazo o una pierna tratando de desactivar una de esas minas? ¿Qué desea un niño que por ser el más grande y el que sabe un poco de inglés se convierte en el líder del pueblo?
Después de ver la película, la respuesta que se me ocurre es: Que algo cambie, que algo extraño aparezca de repente, que un ser onírico o fantástico invada la realidad y la distorsione.
Y en este caso no es sólo uno, sino tres, los personajes que aparecen y transforman las situaciones cotidianas con una especie de atmósfera ominosa, terrible y atractiva a la vez. Son como un aviso de curva en la carretera que guía al espectador -más que a los otros personajes- por un camino cada vez más sinuoso, más desafortunado. ¿Qué desea un niño con tanta fuerza, experiencia y sabiduría, al que la vida ya no le guarda ningún secreto?
Es fuerza-crudeza-imagen-sensación; sobre todo cuando las alas de la tortuga son sus patas, y con ellas vuela.
Las tortugas pueden volar/Lakposhtha ham parvaz mikonand, Bahman Ghobadi, Irán-Francia,2004

miércoles, mayo 25, 2005

¡Qué Hamlet!

A mí no me gustaba el teatro; lo leía a veces, pero no lo veía. Bueno, lo había visto, de pequeña, y un poco más grande, y no me convencía. Lo que pasaba era justo que no me convencía: los actores eran demasiado actores, con su tonadita de no estar creyendo lo que dicen, que enfatiza todas las sílabas finales, como si estuvieran asombrados de todo lo que dicen y les dicen. Y los vestuarios y escenografías, tan rebuscados y exagerados o terriblemente simples y sin chiste. Eso era lo que pasaba, que yo no creía que estuviera ante la escenificación de una historia irreal, la materialización de palabras que pertenecen a un texto ficticio. Y me aburría, me enojaba.
Pero hace unos meses fui -convencida más por la imagen de la propaganda que por la obra- a ver La honesta persona de Sechuán, escrita por Brecht y puesta en escena por segunda vez por Luis de Tavira.
Bueno, la experiencia fue rara y agradable a la vez: era medio musical y a mí la verdad eso no me gusta ni en el cine (a excepción, claro, de Dancer in the dark), era muy populista pero sin caer en ¡oh, qué víctimas de la sociedad nosotros los pobres!, adaptada a la sociedad mexicana actual (con sus chales y mentadas de madre), y duró cuatro horas. Recuerdo que quedé apantallada con la escenografía -que eran distintos locales de la calle, y algunas veces las escenas se representaban adentro, por lo que hicieron cubos ráricos con perspectiva, para ver en distintos planos a los personajes; las cortinas subían y bajaban, y cambiaban de lugar- y el vestuario, que convertía en caricaturas sarcásticas a los actores, todos con máscaras. De cualquier forma la pasé bien, de vez en cuando pensaba en que ya debería acabarse y miraba alrededor para ver las expresiones de los demás.
Sin embargo, este sábado todo fue distinto. Ya me habían contado de las audacias de Gurrola, y siempre me ha gustado ver las adaptaciones cinematográficas de la obra de Shakespeare. Pero lo que ví ahí no se compara a ninguna adaptación ni interpretación. Lenguaje fluído, vestuario armado con ropa vieja: una capa con cortina, una falda con muchas camisas, otra capa de corbatas, etcétera; una reina sado, un Hamlet seudo clochard, una muerta que decide resucitar momentáneamente, cuyo réquiem se tocó en vivo con un sax y un tambor... Las luces rojizas, azules, violáceas y cobrizas, junto con el hielo seco y una música que salía en cada corte de escena, le daban un ambiente bien etéreo, como sobrenatural, como si de pronto sí se fuera a aparecer el fantasma del papá de Hamlet -que de hecho sí lo hace, pero tan fantasmagóricamente, que parecía más sombra del fantasma-.También hubo barcos atacándose con pólvora, un encuentro de esgrima, y esa frase que desde entonces no se me quita de la cabeza antes de dormir: "Y lo demás es silencio" (tampoco se me va a olvidar que por eso el título del libro de Monterroso). Vaya, no sé qué más contar, nunca había escrito algo sobre una obra de teatro; sólo sé que lo mejor fue que me olvidé que estaba ahí y que esos personajes eran actores, y sobre todo, me maravilló sentir que de verdad le estaban dando vida a un texto escrito hace años, y que muchas imágenes coincidían con las que yo había imaginado. Eso sí, de repente me perdía en algunos diálogos de tan largos y medio rebuscados que son, pero quedé convencida de que puedo esperar buenas sorpresas si detrás del telón hay un buen director, un gran esfuerzo (tardó tres años en ponerla en escena) y unos actores de verdad: Daniel Giménez-Cacho, la Reina Sado y Edwarda Gurrola.







martes, mayo 24, 2005

Piérdete, piérdete

-Nada lejos, entre las olas revueltas con la arena y los cadáveres crustáceos. Nada hasta que se te entuman los brazos y se te acalambren las piernas; hasta que tus pulmones se harten de respirar aire y prueben el agua, y les guste. Nada hasta que la sal te impregne, te perfore la piel y sientas el ardor en la sangre, en los ojos ya sin párpados. Nada, nada hasta que llegue la hora en que el sol se mete a bañar y tállale la espalda, hasta que yo mire el horizonte y te confunda con él.
-¿ Y si cuando llegue allá, cuando pueda mirar los ojos del sol, todavía no siento que algo -ni tú ni nada- me hace falta?
-Entonces nada hasta que el sol quede atrás y descubras que al llegar al final te espera una casacada inmensa, de la que no dejarás de caer.

(Prosema de Iliánika von Bicho, Breves imágenes prosáticas, Ediciones Rupestres, 2005)

DR (c) 2005 Iliana Vargas Flores

lunes, mayo 23, 2005

El hielo no salió de Macondo

Venía cruzando la plaza del zócalo, apurada porque en el reloj de la torre de Catedral decía 9:15, casi desesperada por llegar antes que todos para disfrutar un poco de silencio y tranquilidad. Sin embargo, he notado que andar con prisa no me impide distraerme a gusto; de hecho desde que trabajo por aquí he descubierto que no puedo dejar de asombrarme con los edificios que rodean la plaza, con las enormes y viejísimas casas -más imponentes y vivas que los novísimos edificios que no tardan en caerse con el próximo temblor-.
Pues bien, caminaba yo rápido, pero viendo por aquí y por allá, imaginando qué extranjerillos me iría a topar al llegar a la esquina, pues en la calle donde inica Brasil hay uno de esos hostales que resguardan muchachos intrépidos, alegres, vagabundos y con poco dinero (si lo sabré yo). ¡Ah!, y además de ahí parte cada mañana un turibús repleto de güeros en shorts y tenis, con la piel blanquísima de bloqueador. Y es que me encanta verles las caras, las expresiones de y orapadónde, bien contentos comiéndose sus tamales y su atole.
Ya iba llegando a la esquina y pude contestar lo que mi imaginación me preguntaba antes: era un grupo de güerejos medio rucos, digamos de unos 40 y tantos o más; todos con shorts, mochila, gorra y lentes. Lo que no esperaba era encontrarme con una situación tan absurda e increíble: estaban todos muy atentos y emocionados, esperando su turno ¡para tocar un bloque de hielo! Sí, uno de esos bloques enormes que usan los vendedores de raspados o de refrescos. No entendí el inglés ponchitesco del guía mientras ponía la mano de una de las señoras en el hielo, pero sus caras de asombro me hicieron asombrarme a la vez, y reír, y preguntarme si nunca habían conocido el hielo. Por supuesto, de inmediato me llegó esa imagen de José Arcadio tocando el hielo por primera vez, maravillado, asustado... ¿Querían sentirse como él, querían seguirle el juego al guía, o en sus perfectas ciudades limpísimas, ordenadas, libres de carritos con botellas de jarabe de colores y enormes bloques de hielo, el hielo es sólo una imagen poética?