Me tiro al sol junto a ella y escucho su canto, el bisbiseo
de sus hojas que tratan de anegarse de cielo y aire. El pensamiento divaga y es
entonces cuando dibujo. Los dibujos irracionales, indeterminados, inseminados
en la tinta de la pluma se despegan de cada gota y se zurcen, se adhieren al
papel para confirmar su nacimiento.
El dibujo me obliga a escucharlo, a discernir las voces de cada uno de los entes que en él van surgiendo, y al escucharlos, al intercambiar preguntas, juegos, respuestas, acertijos, recuerdos y sueños, encuentro de nuevo la vía de la escritura que incansable acecha. Su acecho es tan constante que construye cables en espiral en mi cabeza, en la voz que no duerme, en la mano que necesita desplazarse construyendo algo, lo que sea, sobre el papel o las teclas. Entonces dibujo, y al ir dibujando, esas líneas entreveradas en la espiral metálica se desenredan, se despiertan, toman forma y ocupan su lugar en el mundo predestinado para que el espacio de la letra retome los colores de las estrellas a las que pertenecen.