Curiosamente el ojo humano ha podido captar, a través de los
diversos modelos de cámaras fotográficas diseñadas cada vez con mayor alcance y
resolución a lo largo de su historia, los diversos fenómenos naturales que
intentan sacudirse al hombre de la Tierra. Por supuesto, es ancestral la
necesidad de testimoniar gráficamente el suceso caótico, el encuentro terrible
de la temperamental natura con la frágil “seguridad” ingenua del hombre, el
incontrolable trauma ante el asombro de haber atestiguado un instante de vital
y revelador choque entre el inmenso animal quimérico que habitamos y la inocente
noción de perpetuidad que la civilización humana ha pretendido ejercer desde
que integrara hileras de piedra y lodo sobre hileras de piedra y lodo. En
teoría, el registro del suceso, además de testimonio, debería funcionar como un
constante recordatorio de que la humanidad funge como parásito –más que
habitante- de un ser ensamblado por distintas naturalezas, y cada naturaleza, a
su vez, obedece a ciclos, flujos, palpitaciones y estremecimientos
incontrolables e impredecibles que, obedeciendo a su también natural
desenfreno, significan una “amenaza” para la evolución humana.
Sin embargo, la
finalidad de esta nota no es abundar sobre el desequilibrio y la verdadera
amenaza que el hombre significa para la Tierra: eso, si no se entiende con los
desajustes climáticos que se manifiestan cada día, pues será incomprensible
para quien insista en que el hombre debería esforzarse por desarrollar la
industria necesaria para controlar al planeta. No. La finalidad de esta nota es
sencilla, y nació, como casi todas las que aquí habitan, a causa de una duda
que llegó a mi mente después de un temblor ocurrido casi un mes después de
instalarnos en nuestra cabaña de Jardín del Valle, a las orillas del Pichincha.
Hay espectaculares fotografías, grabados, dibujos, mosaicos
y frescos que registran diversas manifestaciones de aquello que se conoce como
catástrofes naturales. Existen imágenes de erupciones volcánicas, o mejor
dicho, del acto del nacimiento del fuego terrestre; hay también del ojo-agujero
blanco que transporta a una dimensión de aire todo lo matéricamente incorrecto que
encuentra a su paso (este fenómeno se conoce como tornado); he visto claras
imágenes de los enormes bostezos marinos, que mientras más fatiga contenida
tenga, abre más sus fauces líquidas y muestra sus entrañas de crustáceo y arena
(digámosle su nombre de ciencia ancestral: tsunami); por supuesto, son clásicas
y añejas las imágenes del cielo amoratado agrietándose de agua y colmillos de
luz, pero, ¿acaso existe un reflejo estático del momento en que la tierra se
sacude súcubos e íncubos, en que se restriega los párpados tratando de sacarse
a los hombres incrustados, como lágrimas secas, entre sus pestañas terrestres?