miércoles, marzo 29, 2006

Reblandecimientos cinematográficos

Una historia violenta: La novia en su máxima virilidad

Ayer descubrí por qué es riesgoso tratar de definir la obra de un autor y a partir de ello confiar plenamente en lo que ha de presentarnos: después de ver Crash o Spider, ¿quién dudaría en ir a ver la nueva película de Cronenberg?
Es obvio que cuando nos enteramos de alguna novedad de nuestro escritor, músico, director, etc., favorito, siempre resulta emocionante averiguar en qué consiste la novedad, pero con cierta expectativa basada en las características estilísticas a las que nos hemos habituado en sus trabajos anteriores.
Sin embargo, en cuanto acabó Una historia violenta, lo primero que me pregunté fue ¿acaso Cronenberg se ha vuelto un prestanombres cuya participación en la cinta se limitó a indicar qué tan destrozados debían quedar los rostros o cuerpos de quienes resultaron muertos?
Por ahora, debido a que es una película recién estrenada y que tal vez no han visto muchos, me limitaré a decir que la expectación se convierte en decepción en cuanto empieza la segunda escena, y aumenta conforme avanza la historia; de momento uno cree que se equivocó de cine, que está viendo alguna producción hollywoodense en la que el bueno acaba con los malos porque sigue sus añejos instintos asesinos; en la que el misterio se mantiene hasta los primeros 30 minutos y de ahí en adelante todo se vuelve predecible y salpicado de clichés hasta la última escena; en la que el bueno defiende su derecho a vivir felizmente el american dream.
Además, después de la primera pelea es imposible no pensar que estamos ante la historia de La Novia de Kill Bill, pero en masculino, a puño limpio, uno que otro balazo y apenas uno que otro chorrito de sangre.

Algo similar ocurrió con Hostal. Clasificada como tipo D a causa de escenas altamente perturbadoras, seleccionada en el Festival Internacional de Cine Contemporáneo y producida por Tarantino; otra vez llega la duda: no tenemos ni idea de quién es el director, pero ¿por qué no ir a verla, reconociendo que uno tiene ese lado morboso y aficionado a los descuartizamientos, el canibalismo, la sangre a chorros y las historias ominosas en que se desarrolla tanta muerte y destrucción? Además, si Tarantino la produce, es por algo.
Pero nuevamente, después de un parco inicio dotado de sexualidad para nada explícita y menos pornográfica –como muchos esperaban-, en el que la historia pinta a un trío de estudiantes norteamericanos cuyo único interés, estando de visita en Europa, es acostarse con la mayor cantidad de mujeres europeas; cuando uno cree que el punto álgido ha llegado… todo se derrumba en imágenes que sugieren descuartizamientos, tortura y sangre a chorros. La cámara echa rápidos vistazos a lo que ocurre en una especie de matadero para humanos, pero nunca se detiene, siquiera una sola vez, en el proceso completo. Los escritores del guión por supuesto desconocen el significado de lo ominoso, y nos regalan una historia llena de pistas –no vaya a ser que no adivinemos o entendamos que a la A le sigue la B- que hacen de la película un montón de sucesos predecibles y por si fuera poco, absurdos o sin el menor cuidado en la continuidad a la hora de hacer la edición.
Su único punto a favor fue que a la cofradía de cazadores se ofrecía el precio más alto por los cuerpos norteamericanos. Y lo único que justifica la producción de Tarantino es que aparecen sendos homenajes a Pulp Fiction. Nada más.

lunes, marzo 27, 2006

Experimentación y más

Es difícil saber lo que puedes esperar como espectador cuando te avisan que lo que estás a punto de escuchar es algo que nacerá de la improvisación. Puedes imaginarte algo parecido al jazz, a la distorsión de sonidos, al juego con la voz; puedes imaginar sampleos y mezclas con sintetizadores, solos espectaculares de batería…
Pero cuando descubres que lo que estás percibiendo rebasa por completo la maraña que se había formado en tu imaginación, te emociona darte cuenta de lo lejos que estabas de adivinar hasta qué punto puede explotarse un sonido, sobre todo cuando proviene de una guitarra eléctrica respaldada por la potencia de dos baterías.
Eso fue lo que ocurrió cuando el sábado escuchamos tocar a Thurston Moore en la guitarra y William Winant y Tom Surgal en las baterías y percusiones.
Primero entró la guitarra como para establecer su propio espacio y a partir de él, el espacio que debían ocupar las percusiones. Después de este cauteloso inicio todo fue intensidad pura, así, tal cual; quizá hubo algún momento en que bajaban de velocidad, en que recurrían a instrumentos más sutiles para lograr sonidos más finos, pero aún ahí, cuando había que poner toda la atención y entrecerrar los ojos para concentrarse sólo en la resonancia, una sensación frenética atravesaba el cuerpo y no podías dejar de moverlo llevando el ritmo, un ritmo incodificable.
Entonces te das cuenta de que experimentar es una palabra en la que caben significados infinitos y que todas las posibilidades son factibles si se obedece a la libertad y al impulso. Por eso Thurston Moore transformó a la guitarra en una especie de amante a la que se le pide, en un momento dado, que diga todo lo que siente. La golpeó y raspó sus cuerdas en puntos estratégicos para obtener el efecto deseado, pero sin lastimarla. Utilizó una lija, una baqueta, el micrófono, su propio tenis; la golpeó de cabeza contra el piso, la confrontó con su propio sonido en el amplificador. Y así como él parecía en mera sesión de hipnosis con su guitarra, los bateristas parecían endemoniados creando atmósferas devastadoras, guiados por su propia fuerza y ritmo sobre los tambores, los platillos, un gong, cencerros, un popote metálico, una mini matraca circular, un tendero de gongs de distintos tamaños, una especie de marimba eléctrica (supongo que estos últimos tienen un nombre específico, pero no lo conozco). Los tres con potencia y ritmo desencadenado, sin llegar nunca al extremo del speed metal, pues no se trataba de eso; más bien a una velocidad continua e intermitente, y con una sonoridad que retaba a los amplificadores y a los oídos de todos nosotros al límite. Hubo momentos en que la distorsión y agudeza era tal que de verdad creí que iba a estallarme el cerebro o los oídos, pero, eso sí hay que aclararlo, aunque las notas y el volumen alcanzaran un nivel máximo, nunca resultaron lastimosos o molestos; en realidad sobresaltaban por su extrañeza, porque no estamos acostumbrados a tales decibeles.
Fueron capaces de crear una atmósfera y euforia tales no sólo en el público sino en ellos mismos, que de pronto Moore jaló a un cuate con todo y videocámara, y le pasó la guitarra por la espalda y entre las piernas, invitándolo a hacer lo que quisiera, pero el cuate, no sé si por mamón o porque de veras estaba sorprendido, no hizo nada. Entonces Moore subió a una chava y la abrazó fuertemente; la puso sobre la batería de uno y luego de otro, le quitó un tenis y calcetín y tocó la guitarra con su pie. Obviamente el furor y desenfreno fue tal que todos nos arremolinamos hacia el escenario tratando de subir, formar parte de tal mezcla. Pero advirtieron a tiempo la avalancha que habían desencadenado, y poco a poco fueron bajando el ritmo, suavizando los golpes, hasta que sólo se escucharon los aplausos y los gritos en plena catarsis.
A muchos, principalmente los que no estaban cerca del escenario, les pareció pura faramalla, “mucho ruido y pocas nueces”, puro espectáculo. Pero bastaba ver las expresiones faciales y corporales de cada uno de los músicos para darse cuenta de que no se trataba de hacer un demostración esnob o taquillera de sus aptitudes para cada instrumento; sino que nos estaban haciendo testigos de una liberación pura a través del grandioso juego de la conjunción caótica (entendí mejor que nunca lo del orden que se mantiene en la estructura aparentemente más caótica) de sonidos que por lo general participan de una forma estructurada para dar la melodía o seguir el ritmo, e incluso esporádica y ligeramente en un concierto, sin importar el género musical del que se trate.
Confieso que nunca había escuchado el trabajo de ninguno de los tres, aún cuando Thurston Moore es guitarrista del famoso grupo Sonic Youth; y no sé tampoco en qué otros proyectos participen los bateristas, pero pronto lo averiguaré.
Por último, comparto el fragmento de una crónica de este concierto escrita por Roberto Garza para La Jornada, que puede explicar mejor que yo lo que fue tal experiencia:

Los dedos de Moore se deslizan sobre las cuerdas y abren la primera llaga en la textura del sonido. Abstraído, suprime los canales de la lógica y la razón, entra en un estado mental puro y deja que la energía fluya del cerebro hasta el amplificador. Golpes certeros que se intensifican.
Moore baja la cabeza, inclina el torso, distiende los hombros y flexiona las rodillas, mientras su guitarra crea la atmósfera sonora para que Winant y Surgal se incorporen al impromptu. Winant marca un ritmo ascendente, con golpes certeros que crecen en intensidad, al tiempo que Surgal abre un canal de libre improvisación.
La pieza se eleva y desciende al mismo tiempo; Winant se acelera, Surgal marca contratiempos y Moore se da vuelo con la distorsión, el vibrato y el feedback.
El público, cuyo número no rebasa las mil personas, observa impávido. Hay mucho que percibir y nada que entender. Es energía básica que se transforma en ruido; ruido que se expresa como símbolo; símbolo que el espectador interpreta. Esta música escapa a cualquier intento de análisis racional clásico. Vacunada contra el juicio docto y razonado, sólo acepta una definición: expresionismo sonoro.