viernes, julio 29, 2005

Sobre Barceló

Bueno, parece que esto ya volvió a la normalidad, quién sabe qué le habría picado.

Ayer que andaba revisando el periódico, descubrí que el número del domingo pasado de La Jornada Semanal estuvo dedicado en buena parte a Miquel Barceló.
Esto me sorprendió y me dio gusto, pues su trabajo casi no se ha dado a conocer en nuestro país, pero los casi treinta años dedicados a la pintura y el dibujo, bien valen la pena y se ven reflejados en la exposición que estuvo o está en el Rufino Tamayo.
La verdad yo sabía muy poco de él hasta hace casi un año, cuando vi por primera vez un par de lienzos y una escultura en bronce, en el Reina Sofía. Lo primero que me llamó la atención fue lo grandísimo de sus formatos y la soltura con que saturó las telas de texturas y plastas de acrílico, sin tensar del todo la superficie, con lo que da la impresión de estar frente a un relieve de piedra.
Cuando me fijé en la escultura gato-perruna que tiene las patas metidas en los botes de pintura, me fue difícil relacionarla con bronce, pues parecía una mezcla de plastilina con chapopote o cerámica negra, por el acabado tan estilizado que le da.
Mote y yo nos entusiasmamos, así que buscamos libros sobre él, pero sólo los revisamos, pues estaban carísimos.
En mayo de este año fue que inauguraron su exposición, y entonces sí, el entusiasmo se convirtió en admiración. Poco a poco, conforme avanzamos mirando los cuadros, descubrí que el raro olor que imperaba en la sala -como humedad o fruta en estado de putrefacción- se debía a que este hombre trabaja con todo tipo de materiales que encuentra a la mano y los adhiere a la obra mezclándolos con pintura. Así, mirando con cuidado y de cerca -no tanto, que viene el policía y te dice que un metro de distancia-, encontramos colillas de cigarro, granos de arroz, semillas de papaya, paja, hojas de cuaderno, servilletas, hilos... Además, en el texto introductorio hay una pequeña relación de estos materiales y otros que son menos visibles, pero tal vez más significativos, pues los utiliza para relacionar su obra con los lugares que ha visitado, haciendo un puente que une la imagen que surgió en el lienzo y la imagen real, vivida, que le dio origen.
Tierra, ceniza volcánica, sangre, sedimento de ríos, arena desértica o marítima: todo ello es conjugado con una plena intención matérica y vital, para transmitir fuerza, para hacernos sentir la furia de una tormenta de arena o de mar.
Hay otro aspecto de sus pinturas que atrae visualmente: utiliza plastas de óleo y no recuerdo de qué otro material; al momento de aplicarlo pone el lienzo colgado del techo, boca abajo, de tal forma que al secarse, las plastas forman estalactitas que funcionan de la misma manera que la sutileza de las pinceladas en el impresionismo, pero al revés, ya que mientras más se aleja uno del cuadro, más forma le encuentra, aunque a primera vista sólo parezcan manojos de pintura seca.
También está la contra parte de lo matérico en una sala pequeña, en la que se reúnen dibujos y acuarelas que aluden por completo a su experiencia en Mali, a sus paseos en las caravanas o por los mercados. Ahí todo es más sencillo, los trazos son menos rebuscados y los colores a fuerza remiten a ese ambiente, uno que no concemos más que por los documentales, los libros o las pinturas, pero que de cualquier forma nos parece familiar.

Bueno, pues si no han visto nada de este pintor -creo que catalán- los invito a dos cosas: que vayan al Rufino, a ver si todavía está la exposición; y que lean lo que hay sobre él en el suplemento: un fragmento de su diario, una pequeña revisión a su obra, una crónica a partir de una entrevista en su estudio; y claro, unas cuantas fotos.

martes, julio 26, 2005

Volviendo todo a su lugar

Aquel día dejó de existir la realidad como la conocía hasta entonces; alrededor todo parecía ir a una velocidad distinta: las voces distorsionadas y sin sentido, los movimientos veloces, los rostros ajenos, ajenos, lejanos. No podía entender que las personas sonrieran, que gritaran anunciando sus productos, que los novios se besaran, que estuvieran abiertos los bares y restaurantes con letreros a colores, que los semáforos funcionaran. No sentía el aire llenando mis pulmones, no quería detenerme a pensar, no quería imaginar.
Pero era cierto, miré a mi hermana y supe que era cierto, la abracé fuerte y lloramos juntas hasta que nos dijeron que debíamos subir al coche para ir a la funeraria. Todos estaban ahí. Era cierto.
Nunca había estado en un lugar así. Nunca se había muerto alguien a quien yo conociera poco pero quisiera tanto. A excepción de Laika, nadie. Todo fue confuso y doloroso desde entonces. Miraba a todos, miraba a la calle, había momentos de calma y hasta de risas, pero en verdad todo era para no pensar, para no sentir. Mi papá me explicó que así pasa con los cuerpos cuando están muy cansados y deteriorados, que no duran para siempre, que tienen que descansar, y que un día le va a pasar a él. Yo lo entendía, yo lo entiendo, pero la tristeza es otra cosa, el vacío es otra cosa que no tiene explicación, sólo aparece de repente, sin aviso, como dolor de estómago pero en el pecho, y estalla inundando los ojos.
Se veía tranquila y sonriente cuando nos despedimos de ella. No me había atrevido a mirarla, hasta que fui con mis hermanos. La quisimos mucho y la cuidamos, aunque a veces también nos desesperaba con sus caprichos de niña chiquita. Vivió con nosotros 15 años, pero sola de todas formas, porque mi abuelito murió antes que yo naciera y no se volvió a casar. De siete hijos que tuvo, sólo una -además de mi mamá- la veían en fechas distintas a la navidad o su cumpleaños, hasta que empezó a agudizarse y complicarse su diabetes, mesclándoze con otras enfermedades.
Sí, lo que más me duele y enfurece hasta ahora es su soledad, su abandono, la tristeza que le llegaba en las tardes y en las noches, su deseo de que le llamaran, que la visitaran, y la indiferencia de todos ellos.
Lo más duro fue mirar cómo depositaban su ataúd cerrado en la gaveta; cómo sellaban con cemento la lápida; cómo quedaba la pared gris, fría, vacía, y ella detrás, con la doble oscuridad: la del ataúd cerrado y la de la gaveta cerrada. Y nosotros ahí afuera, del otro lado, inconscientes ya de nuestras lágrimas, abrazándonos fuerte, temblando, tratando de aceptar.
De regreso todo parecía nebuloso, sin sentido. Mis hermanos y yo hicimos un pacto, y nos dimos cuenta de que nunca seremos como mis tíos, porque fuimos los únicos que nos limpiamos las lágrimas y los mocos mutuamente, y estuvimos juntos para evitar la caída que se anunciaba en cada empalidecimiento; me hicieron sentir parte de ellos otra vez aunque ya no vivamos en la misma casa, y me hicieron entender que mientras sigamos como hasta ahora nunca nos faltará nada.
En los días que han pasado desde entonces, poco a poco, lentamente, todo está ocupando su lugar de nuevo, pero al mismo tiempo, todo es diferente: el aire, la calle, la comida, los objetos; todo parece haberse transformado, como si se estuviera reacomodando en un nuevo espacio.
Trato de encontrar de nuevo el equilibrio entre el sentir y el pensar, y entiendo que sólo la muerte podía quitarle el sufrimiento del cuerpo, pero ¿y su espíritu? ¿Estará con ese dios al que tanta fe le tenía y le rezaba? ¿Se habrá dispersado por todo el universo y ahora nos mira, nos oye, nos siente de distintas formas, de distintas perspectivas? ¿Se habrá reencontrado con el espíritu de sus papás, de mi abuelito?
Tengo muchas dudas, muchas, para las que creía tener respuestas; pero hasta ahora comprendo que nadie aquí y ahora las tiene, que cada quién las tendrá en su momento.
Por lo pronto, despacio, regreso a lo cotidiano, conciente de que los sucesos extra-ordinarios invaden de un momento a otro cualquier morada sin miramientos, sin la coraza invisible que nos otorga la imaginación cuando acudimos a ella para crearlos.
Agradezco a quienes me han dado ánimos estos días. Va bien, pero es difícil enfrentar al recuerdo.