Por eso me gusta recorrer la casa cada mañana: ir abriendo las cortinas y verificar que los micromundos siguen ahí, tal y como uno los dejó.
Creo que mi imagen favorita de mí misma es al despertar: los rasgos dislocados todavía, los rastros del sueño que podrían ser los mismos que los rastros de ventarrones, tormentas de arena, lodo cósmico, luces pegajosas de gusanos dimensionales.
Despertar y encontrarnos con esa sorpresa que ya bautizó Coleridge, pero que podemos nombrar de acuerdo a nuestro asombro instantáneo si atinamos a “saber mirarla” (la sorpresa).Moverse con esa lentitud, con esa imprecisión de sonámbulo diurno y tropezarse con las orillas que siempre están ahí, pero, por alguna extraña razón, olvidamos que quizá también se abandonan a la deriva de Oniria, y regresan, igual que nosotros, algo desorientadas: las orillas umbral, metereológica y metódicamente ubicadas por toda la casa.
Por otro lado, es curioso despertar y, al ir recuperando el lugar/los lugares que uno dejó la víspera anterior, notar que hay huecos, hay huellas a las que pertenecemos, en donde embonamos perfectamente. Pero no todo nuestro cuerpo, no: las manos sobre la pluma y el cuaderno; las pompas distribuidas sobre el banco rojo; una parte del pie izquierdo sobre el tapete y la otra sobre la madera del piso; una parte del pie derecho sobre uno de los soportes del banco y la otra parte al aire…
Y los ojos, los ojos son la parte del cuerpo más difícil de hacer embonar en el
espacio: los ojos son la huella, el hueco al que pertenece cada parte del cuerpo
etéreo del mundo.