Los cazadores, expectantes sobre los kayaks, han remado despacio, casi en silencio para que la tranquilidad del agua permanezca casi inmutable, hasta que logran divisar el objetivo de su salida: una morsa que asoma curiosa la cabeza fuera del agua helada, y delata, sin querer, a su tribu que yace relajada en las faldas de un iceberg.
Esta es parte de la primera historia que conforma uno de los proyectos más originales y mejor logrados de The Residents: Eskimo.
En su primera versión, creada en 1978, Eskimo no incluía imágenes ni fotos; sólo se trataba de un audio que nació a partir de seis historias escritas por los integrantes de The Residents. En aquella época, el disco causó conmoción debido a la pureza de los sonidos logrados, a la mezcla del aspecto rústico, acentuado por cánticos y oraciones en un idioma inventado por los integrantes del grupo, y los tonos de las consolas tratando de recrear la gelidez ominosa, totalmente desconocida para nosotros. Este trabajo fue considerado la primera gran producción del grupo, y en su portada aparece el cuarteto dando a conocer a los personajes con los que han sustituido sus identidades a lo largo de los últimos treinta años: vestidos de smoking con la cabeza cubierta por un enorme globo ocular.
En 2002 The Residents retomaron Eskimo y redondearon el concepto con imágenes; pero no se trata precisamente de un documental nacido a partir de una investigación, sino de una recreación de acontecimientos sobrenaturales, míticos o legendarios, tal vez producto de la imaginación exacerbada que obedece a la sencilla pregunta de ¿cómo será o habrá sido la vida de los esquimales?
Por supuesto se deja ver un proceso de recopilación de lecturas al respecto, sobre todo de costumbres y creencias antiguas (que insisto, seguramente fueron modificadas por la mano del cuarteto); desafortunadamente, también hacen alusión a la manera en que esta cultura no se salvó, a pesar de la distancia geográfica, de la presencia de esas dos industrias que pretenden alimentar al mundo entero: Coca-Cola y Mc Donald’s.
Como bonus se incluye un “verdadero” documental filmado en 1922 (aprox.) en el que un grupo de esquimales construyen un iglú, pescan una morsa y se desnudan antes de irse a dormir.
Las imágenes de Eskimo fueron seleccionadas para que confluyeran con las historias previamente escritas, y son superposiciones de paisajes extraordinarios, ballenas, morsas, lobos y personas que oscilan entre dibujos y antiguas fotografías en blanco y negro.
La música funciona a manera de soundtrack que da voz a las vibraciones emanadas del hielo, del cielo oscuro, estrellado y cristalizado por auroras boreales; del silencio contenido en la mirada impenetrable y la boca herméticamente sellada de los esquimales. La recreación de cantos y murmullos evoca el misterio del ritual que acompaña –como una coraza o manta protectora- cada acto sutil y cotidiano que ante nuestros ojos podría ser irrelevante y hasta banal por ser cosa de todos los días. Sólo que en Eskimo cada cosa de todos los días es percibida como un acto único e irrepetible, producto de la magia con que los espíritus elementales bendicen al ser humano. Por eso, un nacimiento, la llegada del día y de la noche –que dura seis meses cada uno-, un momento de delirio o alucinación provocada por la anunciación de la cercanía de la muerte, es digno de la atención de todo el grupo.
Transcribo una de las historias que habla de una mujer en su trayecto hacia la cueva sagrada donde debe parir. Cruza extensos páramos de hielo quebradizo, y al llegar a la cueva, cuyas texturas se hacen rugosas mientras avanza hacia la oscuridad profunda, las imágenes sugieren una metáfora del viaje de la mujer hacia su propio útero hasta que, guiada por los cantos protectores de Angakok, llega adonde está su hijo y lo ayuda a nacer. Al final queda un fuerte contraste de la desnudez del bebé sobre la nieve en la boca luminosa de la cueva, y la foto de una pareja de ancianos que anuncian su lejano pero inevitable destino.
BIRTH
The pains were coming in regular intervals and she knew if she didn’t star moving, her legs might collapse before she could reach the ice cave.
The ceremonial band was already playing birth music and the other women sang in attempt to comfort her.
But as her steps carried her toward the ice cave and the ceremonial band’s music became lost in the wind, the true lonliness of her situation loomed even larger in her mind.
The gaping mouth of the ice cave eagerly awaited. And although she felt fear, she knew the cave also offered relief from her quickening pains, for this journey had been made many times before.
Her pace remained unchanged as she entered the cave, wich now enlarged and engulfed her in the sweet music of slowly moving ice vibrating within its own crystalline formations.
Deeper into the cave she went. The men were playing the kooa and chanting for the birth of a male.
Finally she reached the furthest chamber were stood the Angakok. Delivery began immediately as the magic man filled the room with protective prayers.
The child was born. The Eskimo woman reached her hand gently across the already frozen crust on the infant’s belly to feel the child sex.
The other women came into the chamber singing the song of life and bore the crying infant away.
viernes, marzo 24, 2006
jueves, marzo 23, 2006
La risa que celebra y la risa de la vergüenza
¿Cuántas veces nos atacamos de la risa al escuchar que alguien se echa un pedo por demás ruidoso? ¿Cuántas veces nos reímos de los sonidos que producen nuestros propios pedos al salir del cuerpo? ¿Cuántas veces nos hemos burlado o quejado de alguien que lo haga en público? ¿Y cuántas veces nos hemos preguntado por qué nos da risa, si es algo tan natural y necesario como orinar, llorar o estornudar?
Tampoco falta nunca la risa del que se tropieza, del que se cae, del que se equivoca en público, del que saluda hipócritamente. Es impresionante constatar hasta qué punto la historia de las civilizaciones se ha deformado y empobrecido en tanto empobrece la facultad de que los individuos se expresen libremente. La creación de reglas y estatutos que sólo buscan estereotipar y masificar a las sociedades ha ocasionado –sólo por mencionar los aspectos más particulares- que las personas desconozcan las funciones primarias de su cuerpo y se limiten a mantenerlo en constante remodelación superficial de acuerdo a las exigencias de la mercadotecnia y publicidad.
De esta manera, hombres y mujeres sólo se preocupan por cumplir con las normas establecidas en cuanto a la apariencia física sin preguntarse realmente cómo funciona su cuerpo y qué necesita. La única relación que tienen con él implica no comer cosas que engorden mucho y el tipo de cremas y masajes que necesita para verse bien.
Se entiende entonces que un pedo provoque risa o repulsión; que sea de mala educación sonarse los mocos en público y fuertemente (peor si es en el comedor); rascarse la oreja para sacarse la cerilla, y en general la simple mención de todo lo que tenga que ver con fluidos y desechos corporales. Sin embargo en el fondo de todo esto la principal culpable es la represión moral, pues alrededor de ella ha girado la creación de los estatutos y las reglas durante cientos de años, restringiendo los actos naturales no sólo de la conducta, sino de la fisiología humana.
A continuación comparto una nota que leí en la mañana y que provocó la reflexión anterior.
Revela Libro de las cochinadas, el placer de echarse una flatulencia
Los mocos, los escupitajos, el sudor, la orina y los eructos, imprescindibles para el funcionamiento del cuerpo
TANIA MOLINA RAMIREZ
Todos somos cochinos. Más vale aceptarlo y conocer nuestras cochinadas. Convencidos de esto, Juan Tonda y Julieta Fierro, reconocidos científicos profundamente comprometidos con la divulgación de la ciencia en nuestro país, escribieron El libro de las cochinadas, en donde nos presentan a "grandes salvadores" de los seres humanos: los mocos, la caca, los escupitajos, el sudor, la orina, los pedos, los barros, el vómito y los eructos. Parte fundamental de la obra son las divertidísimas e ingeniosas ilustraciones de José Luis Perujo, Premio Nacional de Caricatura. Si no fuera por los mocos, por mencionar un caso, entraría en nuestro cuerpo el polvo, los virus, las bacterias y los insectos. Gracias a la orina nos liberamos de "los desechos líquidos que no aprovecha nuestro organismo, principalmente, urea, ácido úrico, creatinina, sales, proteínas viejas, sudor y mucha agua".
El placer más grande
Pero los autores no sólo presentan a estos imprescindibles personajes, sino que celebran su existencia: "No hay placer más grande que echarse un pedo. Si estamos en una reunión o en una clase y nos da vergüenza echarnos uno, empezamos a sentir dolores en la panza y definitivamente no estamos a gusto hasta que logramos que salga. Lo más cómodo es levantar ligeramente una nalga para que pueda escapar libremente".
Fierro -directora general de Divulgación de la Ciencia de la Univeridad Nacional Autónoma de México (UNAM)- y Tonda están convencidos de que el rigor académico no tiene por qué ir acompañado de una cara seria y solemne.
Juan Tonda, físico y subdirector de medios escritos de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM, cuenta a La Jornada que cuando le presentaron la obra a quien sería el primer editor, éste se quejó de que había demasiada caca en el texto. Ni hablar. Optaron por publicarlo con ADN Editores y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en 2005.
Pero así es la condición humana (llena de caca y pedos), como lo prueban los autores: "Nuestro intestino normalmente tiene alrededor de 100 mililitros de gas; así que estamos listos para cualquier contingencia. Y diariamente una persona común se echa alrededor de 15 pedos expulsando un total de entre dos y tres litros de gas".
De la diosa Tlazolteotl a cómo construir un cohete de mocos
En la obra se menciona cómo ha variado con el tiempo nuestro estándar de lo bien visto. Los romanos tenían un cuarto llamado vomitorio, y "en el siglo XIX, las escupideras eran comunes en casi cualquier lugar público, inclusive en las oficinas gubernamentales. Entre los aztecas existía la diosa de la caca, Tlazolteotl", también diosa de la fertilidad y el amor; mientras que en el famoso Manual de urbanidad y buenas maneras de Manuel Antonio Carreño se reprueba "la costumbre de levantarnos en la noche a satisfacer necesidades corporales".
El libro de las cochinadas también habla sobre las diferencias entre culturas, por ejemplo, los musulmanes usan la mano izquierda mezclada con agua (o arena) "para limpiarse las nalgas después de ir al baño" y la derecha para comer.
Los científicos, ambos galardonados con el Premio Nacional de Divulgación de la Ciencia en México, no se reducen a lo que ocurre en nuestro planeta: ¿qué ocurriría si cagáramos y meáramos en el espacio? "La caca podría escapar por entre nuestras piernas y flotar alegremente por la nave espacial". Tras experimentar diversas maneras de resolver el problema, se idearon excusados como el del transbordador espacial Endeavor, con un costo de 250 millones de pesos.
Pero El libro de las cochinadas no sólo contiene datos, también trae ejemplos para poner en práctica, desde cómo construir un cohete de mocos hasta experimentos con pedos (como el tan conocido ejemplo del cerillo y la flatulencia).
Incluye, además, una sección de frases como "El señor don Argamasilla cuando sale chilla" (Francisco de Quevedo).
La obra está dirigida a personas de todas las edades. "Entre los niños tenemos muchos lectores", comenta Tonda. No resulta sorprendente: quizá los pequeños son al fin de cuentas adultos sin pena.
El maestro del pedo
Adultos como Joseph Pujol, conocido como Le Petomane (El Pedorro), quien, cuentan los autores, tocaba la Marsellesa... con el culo. Sí, logró manejar con tal maestría sus pedos que inclusive imitaba instrumentos durante su espectáculo en el Moulin Rouge, a finales del siglo XIX. Se cree que para crear tantas flatulencias tomaba enormes cantidades de agua mineral.
Quizá tras leer el libro, usted ya no se avergonzará de ese pedo que todos oyeron, y puede ser que hasta lo celebre.
Tampoco falta nunca la risa del que se tropieza, del que se cae, del que se equivoca en público, del que saluda hipócritamente. Es impresionante constatar hasta qué punto la historia de las civilizaciones se ha deformado y empobrecido en tanto empobrece la facultad de que los individuos se expresen libremente. La creación de reglas y estatutos que sólo buscan estereotipar y masificar a las sociedades ha ocasionado –sólo por mencionar los aspectos más particulares- que las personas desconozcan las funciones primarias de su cuerpo y se limiten a mantenerlo en constante remodelación superficial de acuerdo a las exigencias de la mercadotecnia y publicidad.
De esta manera, hombres y mujeres sólo se preocupan por cumplir con las normas establecidas en cuanto a la apariencia física sin preguntarse realmente cómo funciona su cuerpo y qué necesita. La única relación que tienen con él implica no comer cosas que engorden mucho y el tipo de cremas y masajes que necesita para verse bien.
Se entiende entonces que un pedo provoque risa o repulsión; que sea de mala educación sonarse los mocos en público y fuertemente (peor si es en el comedor); rascarse la oreja para sacarse la cerilla, y en general la simple mención de todo lo que tenga que ver con fluidos y desechos corporales. Sin embargo en el fondo de todo esto la principal culpable es la represión moral, pues alrededor de ella ha girado la creación de los estatutos y las reglas durante cientos de años, restringiendo los actos naturales no sólo de la conducta, sino de la fisiología humana.
A continuación comparto una nota que leí en la mañana y que provocó la reflexión anterior.
Revela Libro de las cochinadas, el placer de echarse una flatulencia
Los mocos, los escupitajos, el sudor, la orina y los eructos, imprescindibles para el funcionamiento del cuerpo
TANIA MOLINA RAMIREZ
Todos somos cochinos. Más vale aceptarlo y conocer nuestras cochinadas. Convencidos de esto, Juan Tonda y Julieta Fierro, reconocidos científicos profundamente comprometidos con la divulgación de la ciencia en nuestro país, escribieron El libro de las cochinadas, en donde nos presentan a "grandes salvadores" de los seres humanos: los mocos, la caca, los escupitajos, el sudor, la orina, los pedos, los barros, el vómito y los eructos. Parte fundamental de la obra son las divertidísimas e ingeniosas ilustraciones de José Luis Perujo, Premio Nacional de Caricatura. Si no fuera por los mocos, por mencionar un caso, entraría en nuestro cuerpo el polvo, los virus, las bacterias y los insectos. Gracias a la orina nos liberamos de "los desechos líquidos que no aprovecha nuestro organismo, principalmente, urea, ácido úrico, creatinina, sales, proteínas viejas, sudor y mucha agua".
El placer más grande
Pero los autores no sólo presentan a estos imprescindibles personajes, sino que celebran su existencia: "No hay placer más grande que echarse un pedo. Si estamos en una reunión o en una clase y nos da vergüenza echarnos uno, empezamos a sentir dolores en la panza y definitivamente no estamos a gusto hasta que logramos que salga. Lo más cómodo es levantar ligeramente una nalga para que pueda escapar libremente".
Fierro -directora general de Divulgación de la Ciencia de la Univeridad Nacional Autónoma de México (UNAM)- y Tonda están convencidos de que el rigor académico no tiene por qué ir acompañado de una cara seria y solemne.
Juan Tonda, físico y subdirector de medios escritos de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM, cuenta a La Jornada que cuando le presentaron la obra a quien sería el primer editor, éste se quejó de que había demasiada caca en el texto. Ni hablar. Optaron por publicarlo con ADN Editores y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en 2005.
Pero así es la condición humana (llena de caca y pedos), como lo prueban los autores: "Nuestro intestino normalmente tiene alrededor de 100 mililitros de gas; así que estamos listos para cualquier contingencia. Y diariamente una persona común se echa alrededor de 15 pedos expulsando un total de entre dos y tres litros de gas".
De la diosa Tlazolteotl a cómo construir un cohete de mocos
En la obra se menciona cómo ha variado con el tiempo nuestro estándar de lo bien visto. Los romanos tenían un cuarto llamado vomitorio, y "en el siglo XIX, las escupideras eran comunes en casi cualquier lugar público, inclusive en las oficinas gubernamentales. Entre los aztecas existía la diosa de la caca, Tlazolteotl", también diosa de la fertilidad y el amor; mientras que en el famoso Manual de urbanidad y buenas maneras de Manuel Antonio Carreño se reprueba "la costumbre de levantarnos en la noche a satisfacer necesidades corporales".
El libro de las cochinadas también habla sobre las diferencias entre culturas, por ejemplo, los musulmanes usan la mano izquierda mezclada con agua (o arena) "para limpiarse las nalgas después de ir al baño" y la derecha para comer.
Los científicos, ambos galardonados con el Premio Nacional de Divulgación de la Ciencia en México, no se reducen a lo que ocurre en nuestro planeta: ¿qué ocurriría si cagáramos y meáramos en el espacio? "La caca podría escapar por entre nuestras piernas y flotar alegremente por la nave espacial". Tras experimentar diversas maneras de resolver el problema, se idearon excusados como el del transbordador espacial Endeavor, con un costo de 250 millones de pesos.
Pero El libro de las cochinadas no sólo contiene datos, también trae ejemplos para poner en práctica, desde cómo construir un cohete de mocos hasta experimentos con pedos (como el tan conocido ejemplo del cerillo y la flatulencia).
Incluye, además, una sección de frases como "El señor don Argamasilla cuando sale chilla" (Francisco de Quevedo).
La obra está dirigida a personas de todas las edades. "Entre los niños tenemos muchos lectores", comenta Tonda. No resulta sorprendente: quizá los pequeños son al fin de cuentas adultos sin pena.
El maestro del pedo
Adultos como Joseph Pujol, conocido como Le Petomane (El Pedorro), quien, cuentan los autores, tocaba la Marsellesa... con el culo. Sí, logró manejar con tal maestría sus pedos que inclusive imitaba instrumentos durante su espectáculo en el Moulin Rouge, a finales del siglo XIX. Se cree que para crear tantas flatulencias tomaba enormes cantidades de agua mineral.
Quizá tras leer el libro, usted ya no se avergonzará de ese pedo que todos oyeron, y puede ser que hasta lo celebre.
miércoles, marzo 22, 2006
Delirium
¿Será que nosotros deliramos a la noche, en la noche, o la noche nos delira a nosotros; somos la sombra chinesca de las pesadillas que le atormentan durante el día?
Y nosotros, incrédulos de nosotros, nos atrevemos a pasar días enteros tratando de dilucidar el significado de cada sueño que debido a su sentido enigmático y terrible parece decirnos algo que no podemos ver con los propios ojos…
Pero, ¿qué tal que no es de nuestra vida de la que nos enteramos mientras dormimos; qué tal que son las vidas que la noche no puede tener porque sólo puede dedicarse a ser la noche?
Y nosotros, incrédulos de nosotros, nos atrevemos a pasar días enteros tratando de dilucidar el significado de cada sueño que debido a su sentido enigmático y terrible parece decirnos algo que no podemos ver con los propios ojos…
Pero, ¿qué tal que no es de nuestra vida de la que nos enteramos mientras dormimos; qué tal que son las vidas que la noche no puede tener porque sólo puede dedicarse a ser la noche?
Corregido y aumentado
La siguiente es la segunda versión del texto que ocupó este espacio por semanas.
Última caída
El frío de la madrugada le quitó el sueño de encima; respiró profundamente y se sintió aliviado después de haber estado aprisionado en ese bosque de ramas espesas, que lo iban guiando siempre hacia el centro y hacia abajo alejándolo del aire, del cielo, de la luz, de los otros.Poco a poco abrió los ojos. Aunque el sol no lograba filtrarse entre las nubes espesas y grises, la luz le lastimaba y le hacía lagrimear. Cuando por fin pudo mantener los ojos abiertos sin parpadear, lo primero que vio fue una mancha en la pared que le provocó una punzada en el estómago. Después giró lentamente la cabeza; los restos indefinibles de algo parecido a una red de tripas que se encontraban cerca de la pared manchada le hicieron temblar. El cemento cuarteado del patio estaba salpicado de costras y en los bordes de sus grietas había incrustaciones de coágulos todavía frescos por dentro, cuya nata apenas empezaba a endurecerse.Dejó salir un grito, luego otro y otro cada vez más fuerte, cada vez más angustiado, desgarrado: ¡Ahhrrr, ahhrrrr, ahhhhhhrrrrr! Siguió mirando y mientras más miraba más sentía cómo estaba a punto de explotarle el corazón, cómo le palpitaba la cabeza con punzadas aplastantes.
Los recuerdos eran sólo ráfagas de imágenes huidizas: cabezas desgarrándose al ser separadas del cuello, picotazos furiosos contra el lomo, contra el propio pico, miradas frías de terror; visiones ilógicas e indescifrables.
Trató de abrirse paso entre los cadáveres ya tiesos que exhibían sus entrañas como si fueran su más grato motivo de orgullo. Las plumas esparcidas formaban un tapete multicolor adherido con la sangre al piso; las jaulas vacías se balanceaban arrullando los restos de agua y alpiste que nunca nadie volvería a probar. Recorrió el patio buscando al otro sobreviviente, al culpable de aquella nueva masacre. ¿Nueva masacre? Se detuvo a pensar. ¿Por qué el dolor en el pecho, en la carne viva de las patas ya sin garras, en las heridas del cuello y la espalda; por qué sus heridas no resultaron mortales?Otro graznido, más fuerte y agudo, salió de su garganta. Atropellándose, la lucidez llegaba y se enfrentaba a su oscura laguna mental; las imágenes iban apareciendo más despacio y más claras en su cabeza: él el verdugo, él el tirano, él el único sobreviviente. Entonces el terror paralizó los músculos de sus alas; la adrenalina activó en su cerebro una mezcla de alarma y culpabilidad que lo confundía y no lo dejaba avanzar. Pero eso no era lo único que le impedía salir de ahí: su plumaje estaba pesado, húmedo de sangre de distintos espesores, olores, sabores; como la carne de todos ellos, que él -empezaba a recordar- llevaba consigo por dentro para alimentar su organismo, y por fuera, impregnada en su propio cuerpo.
Amaneció por completo y empezó a escuchar el griterío habitual de la casa. Sabía que dentro de poco, cuando los niños se fueran a la escuela, saldría abuelita Mati para cambiar el agua y los periódicos y servir más alpiste.
Muchas veces trató de hacerle entender que él no comía eso, sobre todo cuando ella, entre triste, preocupada e indignada preguntaba: ¿Qué tiene mi pajarito, por qué no quiere comer? ¿Qué no le gusta su alpiste, sus semillitas de girasol? ¿Eh? ¡Pájaro caprichoso, no se hará lo que sea tu voluntad! ¡Ni que fueras canario, canijo pájaro callejero!
A pesar de sus intentos de comunicarse, ella siempre terminaba imitando con gorgoritos y silbidos lo que él le decía: El alpiste y las hierbas me hacen daño, dame carne, ¡quiero carne!
Extendió sus alas para que el sol se las secara lo más pronto posible, pero ya se oían los pasos arrastrados de abuelita. Sólo le dio tiempo de alcanzar la rama más alta de la higuera que crecía desbordándose hacia la calle. Desde ahí miró la pantomima y el llanto que había visto repetirse tantas veces, y como otras tantas, perdió el equilibrio y el conocimiento cuando abuelita Mati (como si alguien le dijera al oído quién había sido el culpable) dirigiera sus ojos llorosos hacia él, que se creía a salvo en esa rama tan alta.
Esta vez no lo vio caer una viejita regresando de misa, ni un niño o una muchacha encaminándose a la escuela; sino una rata asomada por la coladera, quien, no precisamente movida por un sentimiento de lástima, corrió presurosa hacia él.
El frío de la madrugada le quitó el sueño de encima; respiró profundamente y se sintió aliviado después de haber estado aprisionado en ese bosque de ramas espesas, que lo iban guiando siempre hacia el centro y hacia abajo alejándolo del aire, del cielo, de la luz, de los otros.Poco a poco abrió los ojos. Aunque el sol no lograba filtrarse entre las nubes espesas y grises, la luz le lastimaba y le hacía lagrimear. Cuando por fin pudo mantener los ojos abiertos sin parpadear, lo primero que vio fue una mancha en la pared que le provocó una punzada en el estómago. Después giró lentamente la cabeza; los restos indefinibles de algo parecido a una red de tripas que se encontraban cerca de la pared manchada le hicieron temblar. El cemento cuarteado del patio estaba salpicado de costras y en los bordes de sus grietas había incrustaciones de coágulos todavía frescos por dentro, cuya nata apenas empezaba a endurecerse.Dejó salir un grito, luego otro y otro cada vez más fuerte, cada vez más angustiado, desgarrado: ¡Ahhrrr, ahhrrrr, ahhhhhhrrrrr! Siguió mirando y mientras más miraba más sentía cómo estaba a punto de explotarle el corazón, cómo le palpitaba la cabeza con punzadas aplastantes.
Los recuerdos eran sólo ráfagas de imágenes huidizas: cabezas desgarrándose al ser separadas del cuello, picotazos furiosos contra el lomo, contra el propio pico, miradas frías de terror; visiones ilógicas e indescifrables.
Trató de abrirse paso entre los cadáveres ya tiesos que exhibían sus entrañas como si fueran su más grato motivo de orgullo. Las plumas esparcidas formaban un tapete multicolor adherido con la sangre al piso; las jaulas vacías se balanceaban arrullando los restos de agua y alpiste que nunca nadie volvería a probar. Recorrió el patio buscando al otro sobreviviente, al culpable de aquella nueva masacre. ¿Nueva masacre? Se detuvo a pensar. ¿Por qué el dolor en el pecho, en la carne viva de las patas ya sin garras, en las heridas del cuello y la espalda; por qué sus heridas no resultaron mortales?Otro graznido, más fuerte y agudo, salió de su garganta. Atropellándose, la lucidez llegaba y se enfrentaba a su oscura laguna mental; las imágenes iban apareciendo más despacio y más claras en su cabeza: él el verdugo, él el tirano, él el único sobreviviente. Entonces el terror paralizó los músculos de sus alas; la adrenalina activó en su cerebro una mezcla de alarma y culpabilidad que lo confundía y no lo dejaba avanzar. Pero eso no era lo único que le impedía salir de ahí: su plumaje estaba pesado, húmedo de sangre de distintos espesores, olores, sabores; como la carne de todos ellos, que él -empezaba a recordar- llevaba consigo por dentro para alimentar su organismo, y por fuera, impregnada en su propio cuerpo.
Amaneció por completo y empezó a escuchar el griterío habitual de la casa. Sabía que dentro de poco, cuando los niños se fueran a la escuela, saldría abuelita Mati para cambiar el agua y los periódicos y servir más alpiste.
Muchas veces trató de hacerle entender que él no comía eso, sobre todo cuando ella, entre triste, preocupada e indignada preguntaba: ¿Qué tiene mi pajarito, por qué no quiere comer? ¿Qué no le gusta su alpiste, sus semillitas de girasol? ¿Eh? ¡Pájaro caprichoso, no se hará lo que sea tu voluntad! ¡Ni que fueras canario, canijo pájaro callejero!
A pesar de sus intentos de comunicarse, ella siempre terminaba imitando con gorgoritos y silbidos lo que él le decía: El alpiste y las hierbas me hacen daño, dame carne, ¡quiero carne!
Extendió sus alas para que el sol se las secara lo más pronto posible, pero ya se oían los pasos arrastrados de abuelita. Sólo le dio tiempo de alcanzar la rama más alta de la higuera que crecía desbordándose hacia la calle. Desde ahí miró la pantomima y el llanto que había visto repetirse tantas veces, y como otras tantas, perdió el equilibrio y el conocimiento cuando abuelita Mati (como si alguien le dijera al oído quién había sido el culpable) dirigiera sus ojos llorosos hacia él, que se creía a salvo en esa rama tan alta.
Esta vez no lo vio caer una viejita regresando de misa, ni un niño o una muchacha encaminándose a la escuela; sino una rata asomada por la coladera, quien, no precisamente movida por un sentimiento de lástima, corrió presurosa hacia él.
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