El siguiente texto es una presentación que debía publicarse en una plaquette/homenaje a Guadalupe Dueñas; sin embargo, por no cumplir con los tonos institucionales, no se incluyó.
Comparto también un breve texto que en su momento apareció publicado en la Revista de Bellas Artes, en el que, de manera soslayada pero ácida, la autora hace una reflexión crítica y atinada sobre el entreguismo de ciertos escritores.
Guadalupe Dueñas fue narradora, guionista de telenovelas, ensayista y colaboradora de algunas revistas literarias, particularmente de Ábside, la primera en publicar uno de los textos que conformaría, en 1954, Las ratas y otros cuentos, plaquette con la que se daría a conocer como narradora de una visión muy particular, “extraña” para la mayoría de sus contemporáneos.
A partir de ese momento, Guadalupe Dueñas empezó a vislumbrar un universo poco explorado por otros escritores de la literatura mexicana contemporánea, específicamente de mediados del siglo XX: los temas tratados por esta autora abrevan del humor negro, la ironía, la crítica incisiva, el horror y elementos muy particulares de la literatura fantástica, sobre todo, la trasgresión de lo sobrenatural a través de animales o personajes con los que se convive a diario pero que no suelen tenerse en cuenta o a la vista.
Dueñas construyó su propio panorama creativo a la par de otros proyectos curiosamente relacionados con la labor literaria: bajo la producción de Ernesto Alonso, realizó cerca de 50 guiones para telenovelas; entre las consideradas de “mayor rating” se encuentran Leyendas de México (1968); Carlota y Maximiliano (1965); La máscara del ángel (1964); y Las momias de Guanajuato (1962), esta última basada en el cuento “Guía de la muerte” de la propia Guadalupe Dueñas y en cuya adaptación trabajó a lado de Inés Arredondo, Vicente Leñero y Miguel Sabido como co-guionistas.
“Guía de la muerte” había sido publicado en 1958 como parte de Tiene la noche un árbol, con el cual obtuvo el Premio José María Vigil 1959. Poco después, entre 1961 y 1962, fue becaria del Centro Mexicano de Escritores; sin embargo, transcurrieron catorce años para que apareciera su siguiente libro, No moriré del todo (1972), en el que los tonos irónicos y la atracción por lo insólito, lo terrible y una introspección angustiante determinaron la voz narrativa de la autora. Esta fuerza en su escritura se vio enriquecida años después por la explotación de lo atmosférico en los cuentos que conformarían su último libro publicado, esta vez casi veinte años después que el anterior, y en cuyo título se adivina una sentencia: Antes del silencio, donde se hace presente más que en los libros anteriores, el espíritu lírico de Guadalupe Dueñas trasladado a una prosa pululante de imágenes oníricas, apariciones, juegos en donde es difícil determinar el umbral que se cierra cuando el sueño acaba.
Además de su obra narrativa, Guadalupe Dueñas escribió una serie de breves ensayos dedicados a diversos personajes de la vida cultural en México. Se trata del libro Imaginaciones, que, como el título afirma, es eso, un ejercicio a la manera de Vidas imaginarias de Marcel Schowb, en este caso basado en algunos rasgos característicos de autores que interesaban a Dueñas.
La única antología en la que participó fue Pasos en la escalera. La extraña visita.
Girándula, un libro colectivo publicado por Porrúa en 1972, donde se proponía el desarrollo de tres cuentos con los mismos títulos por parte de las autoras incluidas: Carmen Andrade, Beatriz Castillo, Guadalupe Dueñas, Margarita López Portillo, Mercedes Manero, Ángeles Mendieta y Ester Ortuño, cuyos textos iban acompañados de dibujos originales de Elvira Gascón.
El material que se reúne en esta plaquette sirva para conocer, de manera somera, el espíritu de esta narradora de lo fantástico que, tras diez años de su muerte, nos visita con la intención de recordarnos que la literatura mexicana tiene una identidad que está más allá de los elogios y la condescendencia entre escritores, de las cuestiones de género, de las imposiciones de estilos que están a la moda: la literatura mexicana contemporánea tiene algunos autores que han escapado de la farándula para preocuparse por escribir.
Yo vendí mi nombre
| Guadalupe Dueñas
Como algunos venden su alma y otros venden su cuerpo y otros más su sombra y hay quienes venden pájaros, yo vendí mi nombre. Consta de cinco letras. Es un nombre pequeño y un apellido muy largo, que en tiempo no remoto, alcanzó fama y pudo cotizarse como alta moneda. Apareció junto a plumas reconocidas y estuvo precedido por títulos de sabios y pro-hombres.
El misterio de su ampulosidad no viene a cuento. Baste saber que conservo en oro sus iniciales y que existen aulas y bibliotecas bautizadas con mi nombre. Grabado estuvo en universidades, y no faltaron editores que lo adoptaron por bandera izándola en las cúpulas. Otros muchos esculpiéronle en muros y portadas. Entretejían las mayúsculas con hilos de plata y sombreaban las vocales con acerinas y esmalte. Convirtióse en símbolo, en aleluya, en buen agüero, en triunfo y en sonido glorioso. En ese entonces, periódicos y revistas nacionales y extranjeras, se atropellaban por consignarlo, por encabezar sus columnas con los augustos rasgos de mi pertenencia. Los lectores enrojecían de emoción al hallarlo en enciclopedias, en semblanzas, en biografías y en números antológicos destinados a la eternidad, y aun en reseñas de modas. El mundo lo alquilaba sin reparar en el precio. Avanzó en popularidad como los mitos que la credulidad agranda. Adorno fue de la palabra; labios encumbrados lo envidiaban, hasta que un día, un desdichado día, empezó a apagarse con la prisa de las luciérnagas que dejan en sombra el paraje de la noche más obscura.
Restos de su gloria quedaron atrapados en artículos de segunda. Revistas no informadas retuvieron los jirones alfabéticos, los caracteres degradados, las letras que al transcurrir del tiempo perdían equilibrio como los epitafios de las tumbas olvidadas por los deudos. Las vocales disparáronse a manera de luces pirotécnicas.
Fue el comienzo de una tortura mortal. La mengua reducía el nombre cada vez más y más. Aparecía distorsionado o con letrilla microscópica del todo indistinguible. Nadie exigía las bélicas mayúsculas de trazo gótico, nadie extrañaba las alas de cuervo que rubricaron el nombre caído en desdicha, sucio de polvo como corcel abatido y sin dueño.
La adversidad propició el desacato de escribir las iniciales cuando se habla del D.F. Los letreros fueron empalideciendo.
Las publicaciones que ostentaron escandalosos ribetes con gualdas, suprimieron las gárgolas y los arabescos hasta que las consonantes danzaron derrengadas y sonámbulas. Con frecuencia fallaban letras o aparecían tan borrosas como si un designio infernal se anticipara a su cancelación.
El calvario se agrava. Ahora, antes de que amanezca, me dirijo anhelante al primer puesto, al vendedor más cercano, al gacetillero, al pepenador de desechos, para revisar meticulosamente cada publicación y comprobar si aún figura mi nombre aunque sea en el directorio; con mano temblorosa y ávida, abro las páginas, los dedos se me hacen huéspedes, con esfuerzo olvido el llanto que me causa ver en algún rincón mi nombre de pila o la inicial perdida del apelativo que ya nadie reconoce.
Confidencias afanosas o malignas me hacen saber que las directivas tratan el conflicto de suprimir el nombre que se les ha quedado fijo como una alcayata. Sé que quienes votan por el aniquilamiento, encuentran tibia persistencia en románticos añorantes de la firma que no tienen valor para desterrar de su paginario.
Un pudor no exento de amargura me hace cavilar en la manera de liberarlos a todos de la pesantez del nombre cuyas letras cadavéricas encenizan sus revistas. He llegado a sentir agradecimiento cuando alguien lo suprime sin ceremonias. Insoportable es irse muriendo a pedazos, mejor dicho a letras; un puntillo hoy y un acento mañana; ahora el rasgo de la T no aparece; más adelante el diéresis y luego la R y la M y aun la Y, que es tan poco socorrida en nuestro idioma. Lo capto todo. La fisura de mis tímpanos recoge las murmuraciones y a pesar de núbiles cataratas que entresolan mis pupilas, adivino el desdén y las muecas de repudio. Con las yemas de mis dedos palpo negativas y razones. En la rajadura de mis labios y en mi lengua reseca sopla el aire salado que dispersa mi nombre. Padezco comentarios y juicios sin poder darme a la fuga. “Dicen que ya no escribe, que está ciega”.
¡Bah! –“Estar ciego es estar muerto”.
Se desentienden de mi presencia. A veces rampo, me agazapo, ruedo, me deslizo, hasta las redacciones donde otrora pidieron de rodillas mi colaboración eterna. Los amigos de antaño ya no me conocen. Han ensordecido en el ruido de nueces de los manejadores de frases.
Un terror supersticioso me invade, un terror ajeno a vanidades y a esperanzas: la certidumbre de que en cuanto la última letra se esfume y el punto final se diluya sobre el papel como una lágrima, mi vida, frágil e inútil vida, será un renglón en blanco como el de los presuntuosos de ayer que ignoran su anonimato, aunque su engreimiento es sólo corrupción aprisionada en una fosa.