Llegamos a París el 10 de septiembre de 2004. Salimos del aeropuerto de La Habana el 9 a las 3:00 de la tarde, ilusionados con la idea de que tal vez, al atravesar el Atlántico y llegar a un continente distinto, todo sería mejor, y sobre todo, extraño.
El vuelo estuvo más relajado que el primero. Nos tocó comida y bebida, por lo que aprovechamos para hacer nuestro primer brindis con vino tinto, y nos pusimos tan eufóricos que olvidé el miedo a la altura y las turbulencias. Por cierto, no sé a qué se debe, pero fue la borrachera más rápida y con menos cantidad de alcohol que hemos tenido.
Cuando apagaron las luces para que durmiéramos, estábamos todavía bien inquietos, revisando las direcciones de los hostales a los que podríamos llegar, planeando rutas en el metro, pensando en los primeros lugares que visitaríamos... De pronto Tonatiu dijo "Órale, ¿ya vieron?". Nos asomamos a su lugar y dijimos "¿Qué?". "¡Las estrellas!". Hicimos lo mismo que él, abrimos la ventanilla y nos pegamos al vidrio con la cobija sobre la cabeza, tapando la luz del avión. Era demasiado, la luna se veía clarísima y grande, y las estrellas estaban muy cerca, parpadeando a ritmos distintos, azules, verdes, rojas. Así nos quedamos un ratote hasta que nos empezó a dar sueño y frío. Marisol ya dormía desde hace rato, creo que ni comió, pues se había tomado unas pastillas para el mareo. El efecto del vino se estaba pasando, y los nervios empezaron a distraerme el sueño otra vez, pero me acomodé bien los audífonos con el canal en música clásica y me quedé dormida hasta que encendieron de nuevo las luces para darnos de desayunar y avisarnos que en una hora llegaríamos al aeropuerto.
Varios pasajeros empezaron a abrir las ventanillas y comenzó el descenso... Se veía la ciudad limpísima, se distinguían algunos edificios e iglesias que todavía no conocíamos, y por supuesto, la Torre Eiffel.
Al bajar del avión y avanzar por los pasillos siguiendo más a la gente que a los letreros o a la mujer en el altavoz, fue la primera vez que pensé "Ahora sí que estamos bien lejos". Sentí un poco de miedo, la verdad, al escuchar el francés en vivo, tan rápido, tan indescifrable, tan sin sentido. Me reí de mí misma recordando las tardes que pasamos leyendo, escuchando y repitiendo, siguiendo las instrucciones de un maestro imaginario en el casette del curso de francés. Y yo que me había emocionado porque llegamos al nivel 4... Por suerte, Mote había tomado un curso en el IFAL, así que de plano, se convirtió en nuestro traductor, intérprete y guía, hasta que descubrimos que algunas personas entendían el español, o en su defecto, el inglés. Hubo ocasiones en que tuve que usar una mezcla de todo para hacerme entender, o mejor dicho, porque se me "traspapelaban" las palabras.
Ya con las mochilas listas y una visita rápida al cajero, descubrimos que no estábamos donde creímos que íbamos a aterrizar, sino en el punto totalmente contrario: el aeropuerto de Orly. Sacamos la guía y tratamos de situarnos para buscar de nuevo las estaciones de metro y los hostales que nos quedaban cerca. Nos formamos en una fila donde la gente recibía mapas, boletos de metro e información. No entendí mucho de lo que explicaron, creo que ni siquiera sabíamos a dónde nos dirigíamos, pues ahora que lo recuerdo, pretendíamos llegar a un hostal recomendado por un amigo de Marisol, cuya única referencia era una estación de metro y una farmacia en la esquina.
Total que después de un buen rato de esperar, dar vueltas, preguntar por un camión y esperar otro, notamos una de las primeras cosas a la que deberíamos acostumbrarnos para facilitar los recorridos: el esquema de horarios que los medios de transporte cumplían puntualmente. Como estaba anunciado en el cartel del parabús, el camión llegó justo a las 11:13 y partió a las 11:20.
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