viernes, septiembre 26, 2008

Alicia-Alejandra, la otra maga




Ayer hace 36 años se fue, arremetió la viajera. Pero este año es especial porque hace un guiño más al juego que ella iniciara y que tiene que ver un poco con numerología: Alejandra Pizarnik nació el 29 de abril de 1936, y murió justo 36 años después, el 25 de septiembre de 1972.
Más allá de los motivos y el modo en que ocurrió su muerte, es necesario tenerla presente siempre; releerla cada que llega la nostalgia y el desasosiego, o la alegría que se desborda inútilmente por ventanas y barandales.
Es necesario leerla y pensarla, repito, porque su nombre debería remitirnos a uno de sus versos, a sus ideas sobre la pintura y la literatura, al erotismo y a la infancia que se resiste a abandonarnos, a su obsesión por escribir; a eso, a eso debería remitirnos su nombre y no al desequilibrio psicológico y sentimental que la atormentaba cada tanto, a las pastillas con que saturó su cuerpo para ver llegar a la muerte. Amaba a la muerte, sí. La deseaba. Pero no fue gracias a su locura ni a su suicidio que trabajó tanto en su escritura, que nos heredó la necesidad de descubrir y sentir la forma de las palabras y los sonidos (la forma como silueta, como cascarón, como imagen), de trasladarlas incansablemente del papel a la vida real y viceversa una y otra vez, en un juego sin sentido ni fronteras como lo fue su muerte y como es la manía mía de recordarla siempre.


El pequeño poemario que dejo a continuación, es el resultado de un primer homenaje que le hice hace algunos años. Se trataba de un texto en el que retomé las imágenes más recurrentes, el tono y los temas que más me impresionaron después de leerla la primera vez. Esa primera lectura ocurrió gracias a la materia de filosofía y literatura en la facultad, y recuerdo que el texto lo escribí de un sentón, en mi cuaderno, como hipnotizada o poseída.


He regresado a ese texto muchas veces, como si fuera una especie de umbral o aparato mágico a través del cual puedo hablar con Alejandra, como si fuera un diálogo grabado en papel. Sin embargo, la última vez que lo releí sentí la necesidad de cambiarlo casi todo, que ocupara la forma más natural para leerlo, y que se notara más que es un diálogo entre las dos a partir de la apropiación de su mundo. Es como si me hubiera metido en su mundo y viera y hablara desde él, pero con mi propia voz. Los textos que están en cursivas sí son de ella, y están intercalados de la forma más intencional. Espero que se entienda que se trata de un poemario especialmente escrito de esta forma, y no se crea que siempre escribo así, refugiándome en ella, hablando de ella o con ella.




MIRADA EXTRAVIADA EN LA VOZ DE ALEJANDRA,
SONÁMBULA-LABERINTO




"Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado".
E.M. Ciorán


"La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Por hacer de mí un personaje literario en la vida real, fracaso en mi intento de hacer literatura con mi vida real, pues ésta no existe: es literatura".
Alejandra Pizarnik




A.1.

Silencio.
No quiero que me escuchen cantar cuando muero.
Silencio tumultuoso,
lleno de tragedias,
de lágrimas de infancia sin asumir;
de espacios vacíos para inventar
que el tiempo es más rápido que esta resolución
de encontrarme en mí,
en ella,
en la que fui pero no soy.
No existo.
Escribo y fantaseo literatura para concebir un cuerpo humano maduro y vivido,
pero sobre todo ficticio.


A.2.

Todo poema,
toda frase,
toda la palabra,
incluso la pequeñez que redondea a cada letra,
no es más que la forma tan eficaz
que ha encontrado la imaginación
en su complicidad con la fantasía
para atraparme en esa red tan viscosa que suele ser la inocencia.




A.3.


P a l a b r a:
Letra + Letra = Palabra

¿Cómo nacen las palabras?

Cómo tragan
–me devoran–
las palabras.

Cómo invaden,
aterrorizan,
subyugan
las palabras;
hundiéndome en un
mutismo denso y pantanoso
por no saber,
por no atreverme
a pronunciar
unas
en vez de
otras.

¿Cómo sé que cuando muera,
mi cuerpo no transpirará
una, dos, tres, quince, ciento cincuenta,
M I L E S D E P A L A B R A S
tratando de atravesar
mi piel y mis huesos
para escapar de los gusanos?


A.4.

El silencio se vuelve tan estrepitoso entre las palabras
que cuesta trabajo hablar
lo suficientemente fuerte
para que se calle.

El lenguaje finge mutismo, da vida al silencio.
Descubro que para ser silencio necesito hablar,
pero para ser lenguaje
sólo tengo que salir al viento y a la noche:
las manos a la vida;
la voz a la muerte
ejecutando a las palabras con sus acentos y ortografías
hasta que se desangren como las niñas de la reina;
que escurran líquido transformado en letra,
letra que respire aire, no tinta.




A.5.

Encontrar casualidades como que con la A doy inicio a Alicia y Alejandra.
Alicia soy cuando el cuento del té y el conejito se bebe transparente,
sin sedimentos de azúcar.
Alejandra soy cuando voy de paseo por camellones y jardines repletos de delirio:
me pierdo,
me desparramo,
me dejo llevar por la corriente del absurdo
–si el absurdo no fuera tan melancólico
sería difícil morirse de risa
al mirar mi reflejo en la fuente
con esa hoja verde marrón
reposando en mi cabeza– .




A.6.

No quiero soñar y morir al mismo tiempo.
No.

Mi sueño es un sueño sin alternativas y quiero morir al pie de la letra del lugar común que asegura que morir es soñar.

Que la muerte me encuentre despierta,
que me pique los ojos,
que me tape la boca para no gritar de alegría;
que me haga sentir lo que desde siempre estoy sintiendo.
Después de la muerte el sueño.
Cuando estoy en la muerte el sueño.
Dormirme de muerta y que la muerte me platique sus sueños,
y así, durmiendo, morirme de sueño.


A.7.

Aprender a hablar y luego a escribir y seguir así todo el tiempo:
tanto tiempo que dura la vida sin saber qué es.
Creer en las letras y los sonidos que se entrelazan
para que el lenguaje no se quede ahí tirado
en el olvido de alguna garganta
ambigua,
inocua,
estéril.




A.8.

Quiero nombrar palabras
y sentir el peso de su significado sobre mi pecho,
que el lenguaje ya no trabe mi lengua,
mejor que salga a envenenar el aire
con su capricho de querer ser.




A.9.

El lenguaje que yo busco es el imposible:
el de las mentiras,
el inconsciente,
el que se estrecha con los ojos y el pensamiento;
el que se escucha pero no se toca,
el invisible,
donde estoy yo.




A.10.

El problema del poema
es que no le dio tiempo de hacerse creer:
no pudo pronunciar una sola palabra
sin tropezar con la voz que lo leía
para recordarle que por ningún lado estaba vivo.




A.11.

Alicia-Alejandra. Todo surgió para ser contado en los libros, con palabras y dibujos, con tinta que vive en hojas para luego quemarlas por la boca y apagarlas en el aire.
¿Por qué no me dejo ser lo que soy –si es que algo en mí es–?
Imagino que la vida real no puede ser tan caótica como para inventarme. La literatura sí.




A.12.

Por la mañana o por la noche es lo mismo:
al sol siempre le faltan rayos para iluminarme
y hacerme sentir el calor de los muertos.
Desde que la luna hace posible mi sombra en el aire
y humea de cansancio,
sólo juego a embrujarte,
a tratar de asesinar pronto a las palabras,
a todo lo que en mí se pronuncia tan fuerte que ensordezco:
Y yo sola con mis voces,
y tú, tanto estás del otro lado
que te confundo conmigo.




A.13.

Hace un rato la jaula salió volando de nuevo y la muñequita se puso a llorar. Su corona de papel dorado se mojó con las lágrimas del pájaro muerto que también se fue volando. Lloraba porque casi la rapta la desesperanza, un pájaro llamado azul.




A.14.

La reina asesina niñas
porque nadie intentó matarla a ella.
Así yo.
Así acabo con todo lo que me rodea,
lo que nunca me hizo sangrar alguna vez por la boca.
Así escribo mi muerte.
Alguna vez/ alguna vez tal vez/ me iré sin quedarme/ me iré como quien se va.
No hablo mi muerte
porque el silencio y la idea de permanencia
me la regresan a bofetadas.




A.15

¿Por qué llora la muñequita?
La tristeza en sus ojos
resalta con su corona de papel dorado:
oye el murmullo de la muerte y sonríe,
pregunta si nació huérfana
o si fue parida por el pájaro en la jaula.

Ahora sólo suena la música ceniza.
El espejo me mira empañado de ceniza.
¡Pobre pájaro muerto, volará en cenizas!
¿Por qué llora la muñequita?

Ya pronto todo será cierto,
todo lo que quieres será cierto.

Cuando al sol le salgan todos sus rayos y por fin me iluminen de muerto.
Cuando yo nazca y el mar me devuelva en ceniza mi alma.
Cuando el poema se entere del silencio de las cosas
y de cualquier forma las cosas de ceniza existan. Porque yo no.

Yo Alicia-Alejandra
sé gritar hasta el alba cuando la muerte se posa desnuda en mi sombra.
Sé que me sueño sola de ceniza,
de canto nocturno,
de silencio me envuelvo.

En un momento,
tras la huella
de la última lágrima,
sólo la tierra sobre mis párpados secos.












Las líneas en cursivas fueron tomadas de Alejandra Pizarnik, Poesía completa, Lumen, Barcelona, 2001.






CR 2008, Iliana Vargas Flores

lunes, julio 07, 2008

Le scaphandre et le papillon



Be pleased then, you, the living, in your delightfully warmed bed, before Lethe's ice-cold wave will lick your escaping foot.
J.W. Goethe

(epígrafe con que inicia Du levande, de Roy Anderson)

Dirigida por Julian Schnabel y basada en la novela (a su vez basada en la propia experiencia) de Jean-Dominique Bauby, esta película presenta una propuesta estética muy peculiar, particularmente en la primera parte, y después, en lo alusivo al protagonista de la cinta.
Puede hablarse de la trama sin temor a develar un final inesperado, pues lo que importa en esta película no es la historia ni la estructura narrativa, sino la capacidad del director para lograr que la percepción del personaje principal sea la misma del espectador. Entonces, resulta que Jean-Dominique Bauby, acaudalado editor de una revista tan popular como puede serlo Elle en París, de pronto, sin antecedentes médicos, sufre un ataque cerebral que lo deja en coma, casi totalmente paralizado y sin posibilidades de sobrevivir, siquiera como vegetal.
Sin embargo, esto lo descubrimos a los diez minutos de haber iniciado la cinta, por lo que la primera toma resulta algo desconcertante (incluso hubo quien gritó algunos reclamos al cácaro exigiendo que ajustara la imagen). Y lo que ocurre es que desde el inicio somos cómplices de Jean-Do: vemos el cuarto, la luz, los colores, las flores en el jarrón y a los médicos entre parpadeos acuosos, con la mirada borrosa después de estar dos semanas en coma, con el pensamiento tratando de encontrar una respuesta lógica a lo que ocurre. Por eso la imagen distorsionada, que va y viene, que trata de mantenerse firme, aunque se distrae con los gestos del médico y los enfermeros, con la luz y los colores de las cortinas y la pared.
A partir de ahí, se va desarrollando la historia de este ex-editor, dividida en tres partes: antes del accidente (recuerdos a los que acude de manera intermitente, y gracias a los que nos enteramos de cómo era su vida en el ámbito de la revista; que tiene tres hijos, una relación con la madre de éstos y una amante; y que su padre, de 92 años, paradójicamente ahora está casi en las mismas condiciones que él, un hombre de 42); en el hospital (donde recibe terapias para aprender a comunicarse con la única parte de su cuerpo que tiene movilidad ) y la vida dentro de sí mismo (sus reflexiones, sus deseos y su imaginación). Es este mundo, entre el sueño y el recuerdo, entre el deseo y lo real, el que resulta más atractivo y mejor logrado por Schnabel, quien, ahora lo sé, y quizá por eso entiendo el cuidado en las texturas, los matices, los contrastes y la composición, es también artista plástico.
Sin embargo, y quizá inevitablemente, el director acude a una fórmula que no me gusta nada: conmueve al espectador haciendo fuertes comparaciones entre la vida que Jean-Do ha perdido y la vida con la que tiene que conformarse ahora; con los esfuerzos que debe hacer para sobrevivir.
Entre estos esfuerzos, el más destacable es su decisión de “dictar” un libro gracias al método con el que ha aprendido a comunicarse. Este libro es una bitácora donde se mezclan recuerdos de los días cercanos al accidente, imágenes que llegan al despertar o antes de dormir, y sobre todo es un compendio de las reflexiones que acuden a él la mayor parte del tiempo, cuando la soledad se hace más fuerte, más evidente como destino único.
De ahí la metáfora que da título al libro y a la película: la escafandra, el cuerpo inmóvil en el que vive atrapado mientras su cerebro funciona perfectamente, y la mariposa, la vida que sigue percibiendo y expresando a través del texto; la fuerza del aleteo que está en la memoria y en el recuerdo; memoria y recuerdo que salvan de la inmovilidad en el limbo hasta en las peores circunstancias.

Al final, entre la inevitable tristeza y la envidia por la hazaña que representa el libro publicado, acude de pronto a mi memoria el título de otra película, Du levande, (Tú que estás vivo), de Roy Anderson, y en la mente, una vocecita que susurra: Allez-y, du levande, a vivir...

viernes, junio 13, 2008

Las enseñanzas de Tario


Esta descripción de lo fantástico para Tario me gusta para usarla de epígrafe en un cuento que recién terminé de arreglar:


Ante todo convendría hacer notar que lo verdaderamente fantástico, para que nos convenza, nunca debe perder contacto con la llamada realidad, pues es dentro de esta diaria realidad nuestra donde suele tener lugar lo inverosímil, lo maravilloso. Por tanto, hacer literatura fantástica es probar a descubrir en el hombre la capacidad que éste tiene de ser fabuloso o inmensamente grotesco. No se trata aquí de arrancar lágrimas al lector porque el niño pobre no tuvo juguetes en la noche de reyes, sino porque su padre -un hombre perfectamente honorable- quedó convertido en seta mientras regaba el jardín de su casa. Lograr que lo inverosímil resulte verosímil, esa es la tarea. Y a mayor simplicidad y audacia, mayor mérito.


Este fragmento se incluye en un ensayo de Alejandro Toledo sobre Francisco Tario: El fantasma en el espejo, CONACULTA/Ediciones Sin Nombre, La Centena, 2004, p.23.


Y mi cuentito es el que sigue (el dibujo que lo acompaña es de Egon Schiele):


La pesadilla y su sombra
Me aficioné a las veladoras por necesidad. En la época en la que el dinero me alcanzaba justo para comer y pagar la renta, hacía lo posible por ahorrarme gastos. Uno de ellos era el de la luz. Usaba lo necesario para el refrigerador, la parrilla, el calentador de agua, y, de vez en cuando, para oír un disco en la grabadora. Trabajaba hasta las seis de la tarde, y después me instalaba en un café cerca de casa, donde me quedaba hasta el cierre. El dueño platicaba conmigo cuando no había mucha gente, y poco a poco se fue enterando de mi gusto por la lectura y mis carencias económicas.
Una noche particularmente fría, antes de cerrar, se acercó y me regaló un termo con café caliente y un par de veladoras bastante anchas. Para que se caliente su cuarto; no importa si las deja encendidas toda la noche, la luz no le molestará. Sin embargo, al prenderlas noté que iluminaban bastante bien, por lo que terminé de leer lo que había empezado en el café.
Con el tiempo, mi salario mejoró, y aunque ya podía pagar la luz sin ningún problema, me había acostumbrado a que las noches en mi cuarto se alumbraran con velas de distintas longitudes, pues mi gusto por ellas me había llevado a recorrer plazas y mercados en busca de las más duraderas y, si se podía, con formas menos convencionales.
Ahora sé que esta obsesión debió tener sus límites, o por lo menos debí ser más precavido al buscar siempre los modelos más extravagantes. La última vez que adquirí una veladora, ni siquiera la necesitaba, pues mi cuarto estaba atiborrado de decenas de ellas, varias todavía sin estrenar. Sin embargo, me pareció irresistible ir a la “Feria Internacional de Cirios, Velas y Veladoras” que había empezado su gira en los Países Bajos y visitaría nuestra ciudad y muchas otras de Latinoamérica. La propaganda decía que durante su recorrido, los vendedores intercambiaban productos o los adecuaban a las necesidades del comprador.
Cuando llegué a la dirección señalada, lo primero que llamó mi atención fue que no se distinguía el final de los pasillos y las carpas parecían una sola, interminable, hecha de cientos de retazos de colores.
Después de dos horas de aquí para allá, no podía decidirme. Los múltiples diseños me parecían bastante atractivos y hacían difícil la elección, aunque los precios también hacían que lo pensara varias veces.
De pronto percibí un olor que no había notado en otros lugares de la feria, y me dejé guiar por él hasta que llegué a un puesto particular: las velas tenían todos los matices que se logran en torno al azul. Al parecer, a la mujer que atendía el puesto le agradó mi visita, pues me recibió con una sonrisa y una mirada que alternaba de mí hacia la única veladora que sobresalía —por sus dimensiones— de las delgadas y largas velas; era también la que despedía ese olor agridulce que producía un efecto medio rasposo en la garganta.
Sin intercambiar palabra, la mujer se mojó los dedos y apagó la flama cerrando los ojos, ofreciéndomela sin aceptar el dinero que yo sacaba de la cartera. Me sentí tan satisfecho que fue lo único que llevé.
Contento por mi enigmática adquisición, me dirigí al departamento calculando el tiempo que me duraría la veladora, tomando en cuenta que su grosor era bastante más amplio que la longitud con la que contaba. Normalmente necesitaba 10 cirios al mes para iluminar mi lectura, pero sabiendo que tenía casi el triple, supuse que esta veladora formaría parte de la colección que sólo encendía en ocasiones especiales (cuando llevaba un libro nuevo).
Probé su capacidad para alumbrar en cuanto empezó a oscurecer y noté que era suficiente para toda la habitación, por lo que la dejé encendida mientras cenaba y pensaba en el libro que elegiría para esa noche, pero el olor era cada vez más fuerte y comencé a sentirme un poco aturdido. Confiando en que la lectura me haría sentir mejor, me recosté en el sillón y tomé mi ejemplar de Árboles petrificados; sin embargo, después de leer un poco, el olor se hizo tan denso que decidí levantarme y apagarla. Lo extraño fue que, al acercarme a ella, la sombra que esperaba ver en la pared no pertenecía a mi cuerpo, sino a figuras que no terminaban de delinearse, que se movían en varias direcciones y se expandían por el techo y la pared, como animalillos escapando de alguna prisión o corriendo en busca de alimento.
Un poco asustado, apagué la flama y me fui a dormir, pero no logré descansar en lo que restaba de la noche, pues las figuras que había visto proyectadas en la pared me habían impresionado tanto que aparecieron más grandes y monstruosas en diversas pesadillas.
Al otro día me costó trabajo despertar. Lo primero que pensé fue no volver a encender la veladora y sólo conservarla como adorno, pero sentí una especie de ternura al ver el brillo que adquiría bajo los rayos del sol, acentuando la fuerza del color y belleza que la hacía resaltar de las velas que ya tenía preparadas en otros candelabros.
Cuando llegó la noche no dudé en tomar los cerillos y prender el pabilo, pero las consecuencias fueron terribles: el olor inundó la habitación de inmediato, la luz era incluso más potente y los extraños contornos volvieron a aparecer, sólo que más amigables y sutiles. Parecían rostros de viajeros perdidos y asombrados o asustados, por lo que mi sobresalto inicial disminuyó poco a poco y seguí leyendo hasta que el olor terminó cumpliendo con su efecto adormecedor.
En cuanto empecé a soñar, descubrí que las sombras me habían engañado con sus expresiones ajenas de maldad. Las pesadillas surgieron de nuevo con sucesos más violentos y brutales, en escenarios que se transformaban lentamente de playas cálidas y tranquilas a tundras con vientos feroces que arrancaban los párpados y las uñas. De pronto aparecían aquellos seres de rostros angelicales y cuerpos bestiales armados con múltiples y extravagantes aparatos de tortura, y aunque se oían aullidos y quejidos por todos lados, siempre era yo la única víctima, aunque estoy seguro que del susto, ni siquiera podía abrir la boca para gritar mi desesperación.
La mañana siguiente me costó mucho más trabajo despertarme, esta vez completamente seguro de que tiraría la maldita veladora por la ventana.
Sin embargo, cuando la tomé para aventarla, sentí una atracción que me paralizó al descubrir que ni en el piso ni en ella misma había rastros de estarse consumiendo. Su apariencia limpia y casi pura me produjo felicidad y me incitó a besarla y tenerla conmigo todo el día en el trabajo, esperando a que llegara la noche.
Como lo suponía, el olor, las sombras y las pesadillas volvieron a aparecer, sólo que el miedo se fue convirtiendo en una adicción que aumentaba mientras el terror infundido por las monstruosidades ocurridas en el sueño me ataba a una segunda vida de la que no estaba convencido de quererme deshacer.
Era como protagonizar una de las tantas historias que diario pasaban ante mis ojos a través de páginas a veces blanquísimas o amarillentas; como encarnar personajes cuyas aventuras o atrocidades había llegado a envidiar al darme cuenta de que era el único momento en que la adrenalina corría por mi cuerpo, y le seguía una especie de frustración cuando la historia terminaba y yo seguía en mi habitación sin encontrar el secreto umbral que me haría quebrar la monotonía cotidiana para transformarme en vidente, en desterrado, en hábil asesino, incluso.
Sin embargo, llegó el momento en que las dudas en cuanto a convertir la veladora en desecho volvieron a atacarme, pues ya no era nada agradable saberme siempre víctima y objeto de persecución de aquellas sombras. Hubo una ocasión en que indeciso entre apagarla o irme a dormir sin leer, descubrí que soplando suavemente hacia la flama, las figuras se distorsionaban, y aunque no me libré de ellas, su crueldad en los sueños disminuyó considerablemente.
Lo que me preocupa es que esta noche le soplé tan fuerte que la flama se apagó. El cuarto está completamente oscuro, y aunque he deseado que algo así ocurriera desde hace años, he cerrado los ojos porque siento un terrible miedo de abrirlos y verificar que ya no hay cerillos para volver a encender la veladora, porque entonces no sabré en dónde esconderme hasta percatarme de que las sombras regresen a la luz o al sueño, a donde sea menos aquí, ahora que estoy despierto escuchando sus murmullos acuosos y el chocar de sus garras unas con otras, como el verdugo que afila su navaja.

sábado, abril 05, 2008

La iniciación

Melusina pertenece a la tribu de las mujeres sin manos: sus vestidos tienen mangas largas y acampanadas que cubren las prótesis. Cuando cantan, emiten aullidos con los que hipnotizan a los animales salvajes hasta hacerlos caer en trance para que los hombres del pueblo puedan atraparlos y llevarlos vivos a sus casas. Ahí, las mujeres se alimentan de la carne y sangre crudas mientras los animales están vivos. Los cantos también sirven para que las madres adormilen a sus hijas y las preparen para alimentar a los peces dedófagos, mascotas favoritas de las niñas de la tribu, quienes se inician en los abismos del placer al sumergir sus manitas tiernas en los estanques repletos de estos escamosos animales que arrancan pedazo a pedazo la carne y los huesos infantiles, tan fáciles de digerir. Las niñas sonríen exaltadas al mirar cómo brota la sangre y se diluye en el agua a cada mordida. Melusina también sonríe. Es su primera visita al estanque, y por última vez, y con desprecio, mira sus diez dedos a través del líquido que empieza a teñirse de rojo.