A mí no me gustaba el teatro; lo leía a veces, pero no lo veía. Bueno, lo había visto, de pequeña, y un poco más grande, y no me convencía. Lo que pasaba era justo que no me convencía: los actores eran demasiado actores, con su tonadita de no estar creyendo lo que dicen, que enfatiza todas las sílabas finales, como si estuvieran asombrados de todo lo que dicen y les dicen. Y los vestuarios y escenografías, tan rebuscados y exagerados o terriblemente simples y sin chiste. Eso era lo que pasaba, que yo no creía que estuviera ante la escenificación de una historia irreal, la materialización de palabras que pertenecen a un texto ficticio. Y me aburría, me enojaba.
Pero hace unos meses fui -convencida más por la imagen de la propaganda que por la obra- a ver La honesta persona de Sechuán, escrita por Brecht y puesta en escena por segunda vez por Luis de Tavira.
Bueno, la experiencia fue rara y agradable a la vez: era medio musical y a mí la verdad eso no me gusta ni en el cine (a excepción, claro, de Dancer in the dark), era muy populista pero sin caer en ¡oh, qué víctimas de la sociedad nosotros los pobres!, adaptada a la sociedad mexicana actual (con sus chales y mentadas de madre), y duró cuatro horas. Recuerdo que quedé apantallada con la escenografía -que eran distintos locales de la calle, y algunas veces las escenas se representaban adentro, por lo que hicieron cubos ráricos con perspectiva, para ver en distintos planos a los personajes; las cortinas subían y bajaban, y cambiaban de lugar- y el vestuario, que convertía en caricaturas sarcásticas a los actores, todos con máscaras. De cualquier forma la pasé bien, de vez en cuando pensaba en que ya debería acabarse y miraba alrededor para ver las expresiones de los demás.
Sin embargo, este sábado todo fue distinto. Ya me habían contado de las audacias de Gurrola, y siempre me ha gustado ver las adaptaciones cinematográficas de la obra de Shakespeare. Pero lo que ví ahí no se compara a ninguna adaptación ni interpretación. Lenguaje fluído, vestuario armado con ropa vieja: una capa con cortina, una falda con muchas camisas, otra capa de corbatas, etcétera; una reina sado, un Hamlet seudo clochard, una muerta que decide resucitar momentáneamente, cuyo réquiem se tocó en vivo con un sax y un tambor... Las luces rojizas, azules, violáceas y cobrizas, junto con el hielo seco y una música que salía en cada corte de escena, le daban un ambiente bien etéreo, como sobrenatural, como si de pronto sí se fuera a aparecer el fantasma del papá de Hamlet -que de hecho sí lo hace, pero tan fantasmagóricamente, que parecía más sombra del fantasma-.También hubo barcos atacándose con pólvora, un encuentro de esgrima, y esa frase que desde entonces no se me quita de la cabeza antes de dormir: "Y lo demás es silencio" (tampoco se me va a olvidar que por eso el título del libro de Monterroso). Vaya, no sé qué más contar, nunca había escrito algo sobre una obra de teatro; sólo sé que lo mejor fue que me olvidé que estaba ahí y que esos personajes eran actores, y sobre todo, me maravilló sentir que de verdad le estaban dando vida a un texto escrito hace años, y que muchas imágenes coincidían con las que yo había imaginado. Eso sí, de repente me perdía en algunos diálogos de tan largos y medio rebuscados que son, pero quedé convencida de que puedo esperar buenas sorpresas si detrás del telón hay un buen director, un gran esfuerzo (tardó tres años en ponerla en escena) y unos actores de verdad: Daniel Giménez-Cacho, la Reina Sado y Edwarda Gurrola.
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