Desde que empezó el año me he estado preguntando cómo podría retomar este blog después de un año y medio de haberlo abandonado. No voy a detallar aquí las razones de este abandono, pero resumo que es el resultado de otro que derivó en el abandono de muchas cosas a las que poco a poco estoy regresando, como este blog.
Al principio pensé en cambiarlo todo, en abolirlo por completo y hacer otro, pero
-absurdo, yo lo sé¬- imaginé que sería un desperdicio, como con las hojas que arrancamos salvajemente de los cuadernos para tirarlas sin delicadeza al basurero, así que decidí instaurar un régimen renacentista (sin aludir al movimiento estético/filosófico).
Otra razón para conservarlo es que el nombre me gusta aunque ya no tiene que ver con el significado que yo atribuía a sus raíces cuando lo inventé: kalindrafario (Kalindra es un personaje vengador con el que ya no me identifico; fario venía de faire/hacer; y en conjunto era como “Kalindra hace”). Sin embargo hay algo en esa palabra, o en el sonido de la palabra, que me hace sentir que algo de mí está ahí. Lo raro es que, aunque estaba segura de que no había palabra como ésta en el mundo, descubrí hace unos días que existe una boxeadora que se llama Kalindra Faria, sí, tal cual.
-absurdo, yo lo sé¬- imaginé que sería un desperdicio, como con las hojas que arrancamos salvajemente de los cuadernos para tirarlas sin delicadeza al basurero, así que decidí instaurar un régimen renacentista (sin aludir al movimiento estético/filosófico).
Otra razón para conservarlo es que el nombre me gusta aunque ya no tiene que ver con el significado que yo atribuía a sus raíces cuando lo inventé: kalindrafario (Kalindra es un personaje vengador con el que ya no me identifico; fario venía de faire/hacer; y en conjunto era como “Kalindra hace”). Sin embargo hay algo en esa palabra, o en el sonido de la palabra, que me hace sentir que algo de mí está ahí. Lo raro es que, aunque estaba segura de que no había palabra como ésta en el mundo, descubrí hace unos días que existe una boxeadora que se llama Kalindra Faria, sí, tal cual.
El caso es que cuando decidí que volvería a escribir aquí después de leer tantos blogs y páginas literarias, me preguntaba “¿de qué hablar que no derive en un mero discurso de análisis introspectivo que no le interesa más que a quien se lo formula?”
Hubo un sonido blanco que duró un par de días en mi cabeza, hasta que entre tanto bishhhh…##**fushhhh…00…##&*juarrrrtrrrtrr …**, surgió una voz de esas graves que luego me salen cuando no sé qué estoy pensando, que dijo “es más interesante hacer un reflejo de lo que eres armando un rompecabezas con retazos de lo que te gusta; así puedes notar cómo vas cambiando, cómo vas creando tu entorno, cómo vas desechando ideas y apegos, cómo perviven los rastros de los demás –los otros- a tu alrededor (aunque sus sombras se hayan diluido hace ya bastante tiempo entre la aglomeración de sombras cotidianas), y cómo se van asentando las nuevas sombras de quienes se asoman cada día a tus días”. Todo eso dijo la voz bien grave, y yo la escuché con atención.
Ahora, para dejar constancia del renacimiento de este kalindrafario, haré una declaración que debí hacer en la clase de francés el sábado pasado, pero me tardé demasiado estructurando lo que estaba pensando para que no se me fuera el hilo en la incoherencia y cuando ya estaba lista, el profe ya estaba hablando de otra cosa.
Pues bien, el asunto empezó cuando una chica hizo un comentario sobre el comentario de Confucio a propósito de la trascendencia: “para trascender hay que plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo”. Ella plantó ya un pino afuera de su casa; escribió un Manual de técnicas fotográficas y planea ser mamá dentro de dos años (ahora tiene 32). En el momento, mientras ella nos contaba que una profesora suya –muy culta e inteligente- viajó a Barcelona para embarazarse después de tener una aventura con un doctor –también muy culto e inteligente- a quien nunca volvió a contactar más que para agradecerle que le hubiera ayudado a engendrar una niña; lo que se me ocurrió fue, como si ya lo hubiera reflexionado a conciencia, la siguiente frase: “no es cierto, para trascender no es necesario tener un hijo o plantar un árbol; en realidad cada acto nuestro trasciende per se y, por ende, también nuestro ser en cuanto que participa en el proceso de una historia, por banal y cotidiana que ésta sea”. Exacto: los actos de cada día nos hacen trascender asentando un registro de nosotros mismos para incluirnos en el “capítulo” del día siguiente. Ahora bien, si en lo que se piensa –o lo que se busca- es la trascendencia en un plano metafísico/filosófico o algo así, se me ocurre que tampoco es necesario tener un hijo ni plantar un árbol, sino transformarse en “algo” a través de cualquier expresión artística de la que uno se atreva a apropiarse. Que se entienda que ese “algo” significa Palabras, Sonidos, Ritmos, Plasticidad, Colores, Formas, Contrastes, Imágenes, etcétera. Por ejemplo, yo, tímidamente declaro que cuando me apropio de la escritura me transformo en las palabras y en lo que en su conjunto, estas palabras crean. Y así es como yo entiendo la trascendencia, porque con las palabras es como voy traspasando umbrales espacio-tempo-sensoriales que un hijo o un árbol no lograrían traspasar. Bueno, en parte el árbol sí, porque –oh paradoja- sirve para hacer el papel con el que se hacen los libros…
Hubo un sonido blanco que duró un par de días en mi cabeza, hasta que entre tanto bishhhh…##**fushhhh…00…##&*juarrrrtrrrtrr …**, surgió una voz de esas graves que luego me salen cuando no sé qué estoy pensando, que dijo “es más interesante hacer un reflejo de lo que eres armando un rompecabezas con retazos de lo que te gusta; así puedes notar cómo vas cambiando, cómo vas creando tu entorno, cómo vas desechando ideas y apegos, cómo perviven los rastros de los demás –los otros- a tu alrededor (aunque sus sombras se hayan diluido hace ya bastante tiempo entre la aglomeración de sombras cotidianas), y cómo se van asentando las nuevas sombras de quienes se asoman cada día a tus días”. Todo eso dijo la voz bien grave, y yo la escuché con atención.
Ahora, para dejar constancia del renacimiento de este kalindrafario, haré una declaración que debí hacer en la clase de francés el sábado pasado, pero me tardé demasiado estructurando lo que estaba pensando para que no se me fuera el hilo en la incoherencia y cuando ya estaba lista, el profe ya estaba hablando de otra cosa.
Pues bien, el asunto empezó cuando una chica hizo un comentario sobre el comentario de Confucio a propósito de la trascendencia: “para trascender hay que plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo”. Ella plantó ya un pino afuera de su casa; escribió un Manual de técnicas fotográficas y planea ser mamá dentro de dos años (ahora tiene 32). En el momento, mientras ella nos contaba que una profesora suya –muy culta e inteligente- viajó a Barcelona para embarazarse después de tener una aventura con un doctor –también muy culto e inteligente- a quien nunca volvió a contactar más que para agradecerle que le hubiera ayudado a engendrar una niña; lo que se me ocurrió fue, como si ya lo hubiera reflexionado a conciencia, la siguiente frase: “no es cierto, para trascender no es necesario tener un hijo o plantar un árbol; en realidad cada acto nuestro trasciende per se y, por ende, también nuestro ser en cuanto que participa en el proceso de una historia, por banal y cotidiana que ésta sea”. Exacto: los actos de cada día nos hacen trascender asentando un registro de nosotros mismos para incluirnos en el “capítulo” del día siguiente. Ahora bien, si en lo que se piensa –o lo que se busca- es la trascendencia en un plano metafísico/filosófico o algo así, se me ocurre que tampoco es necesario tener un hijo ni plantar un árbol, sino transformarse en “algo” a través de cualquier expresión artística de la que uno se atreva a apropiarse. Que se entienda que ese “algo” significa Palabras, Sonidos, Ritmos, Plasticidad, Colores, Formas, Contrastes, Imágenes, etcétera. Por ejemplo, yo, tímidamente declaro que cuando me apropio de la escritura me transformo en las palabras y en lo que en su conjunto, estas palabras crean. Y así es como yo entiendo la trascendencia, porque con las palabras es como voy traspasando umbrales espacio-tempo-sensoriales que un hijo o un árbol no lograrían traspasar. Bueno, en parte el árbol sí, porque –oh paradoja- sirve para hacer el papel con el que se hacen los libros…
Total que, si alguien ha llegado hasta este punto de tan bonita reflexión, me gustaría decir que me parece que su importancia radica en admitir que no escribo porque no tenga otra cosa que hacer, o peor aún, no sepa hacer otra cosa; tampoco por amor al arte ni para que no me falte el aire, sino porque en la escritura yo encuentro la manera de existir aunque no coincida con la existencia física y real, y porque me encantaría que cuando me muera y me tengan que enterrar, me lean quienes me conocieron y tengan esa sensación “chistosa” de que soy yo quien lee, que ahí estoy, tomando aire para entonar el siguiente párrafo.
Ciudad de México, 14 de enero de 2010
Ciudad de México, 14 de enero de 2010
1 comentario:
Me gustaría tener esa pasión al escribir :(
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