Ella la miraba mirarla. Sus ojos turbios por la bebida parecían entrecerrarse para imaginar su cuerpo desnudo, sus manos estrujando dulce y fuertemente cada uno de sus pechos, despacio primero, y luego fuerte, fuerte como si quisiera hacer agua de naranja.
La miraba reclinada en el sillón, con los pies colgando, moviéndose en un tic nervioso incontenible. Miraba su mirada pétrea, fija en ese cuerpo carnoso, en esas manos que jugueteaban con el borde de la camiseta, subiéndola y bajándola como abanicando la panza que se desbordaba del pantalón. Sus ojos delataban el deseo de que las manos se descuidaran, que subieran más; lo necesario para dejar libre de tela ese par de promesas que temía nunca poder tocar.
Ella la miraba mirarla y luchaba con sus piernas para impedirles levantarse y patearle la cara; luchaba con sus manos para que no tomaran el cenicero y se lo rompieran en la frente; luchaba con su boca para que no dejara salir la baba de rabia, el escupitajo que estaba reteniendo desde que volteó hacia ella para compartir una sonrisa que no respondió porque estaba hipnotizada con esa boca que no dejaba de escupir incoherencias, con esos dedos que sólo prometían, con esos ojos que no miraban más que al humo que salía del cigarrillo y de vez en vez a ella, la que miraba cómo la miraba quien no la miraba.
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