Esta descripción de lo fantástico para Tario me gusta para usarla de epígrafe en un cuento que recién terminé de arreglar:
Ante todo convendría hacer notar que lo verdaderamente fantástico, para que nos convenza, nunca debe perder contacto con la llamada realidad, pues es dentro de esta diaria realidad nuestra donde suele tener lugar lo inverosímil, lo maravilloso. Por tanto, hacer literatura fantástica es probar a descubrir en el hombre la capacidad que éste tiene de ser fabuloso o inmensamente grotesco. No se trata aquí de arrancar lágrimas al lector porque el niño pobre no tuvo juguetes en la noche de reyes, sino porque su padre -un hombre perfectamente honorable- quedó convertido en seta mientras regaba el jardín de su casa. Lograr que lo inverosímil resulte verosímil, esa es la tarea. Y a mayor simplicidad y audacia, mayor mérito.
Este fragmento se incluye en un ensayo de Alejandro Toledo sobre Francisco Tario: El fantasma en el espejo, CONACULTA/Ediciones Sin Nombre, La Centena, 2004, p.23.
Y mi cuentito es el que sigue (el dibujo que lo acompaña es de Egon Schiele):
La pesadilla y su sombra
Me aficioné a las veladoras por necesidad. En la época en la que el dinero me alcanzaba justo para comer y pagar la renta, hacía lo posible por ahorrarme gastos. Uno de ellos era el de la luz. Usaba lo necesario para el refrigerador, la parrilla, el calentador de agua, y, de vez en cuando, para oír un disco en la grabadora. Trabajaba hasta las seis de la tarde, y después me instalaba en un café cerca de casa, donde me quedaba hasta el cierre. El dueño platicaba conmigo cuando no había mucha gente, y poco a poco se fue enterando de mi gusto por la lectura y mis carencias económicas.
Una noche particularmente fría, antes de cerrar, se acercó y me regaló un termo con café caliente y un par de veladoras bastante anchas. Para que se caliente su cuarto; no importa si las deja encendidas toda la noche, la luz no le molestará. Sin embargo, al prenderlas noté que iluminaban bastante bien, por lo que terminé de leer lo que había empezado en el café.
Con el tiempo, mi salario mejoró, y aunque ya podía pagar la luz sin ningún problema, me había acostumbrado a que las noches en mi cuarto se alumbraran con velas de distintas longitudes, pues mi gusto por ellas me había llevado a recorrer plazas y mercados en busca de las más duraderas y, si se podía, con formas menos convencionales.
Ahora sé que esta obsesión debió tener sus límites, o por lo menos debí ser más precavido al buscar siempre los modelos más extravagantes. La última vez que adquirí una veladora, ni siquiera la necesitaba, pues mi cuarto estaba atiborrado de decenas de ellas, varias todavía sin estrenar. Sin embargo, me pareció irresistible ir a la “Feria Internacional de Cirios, Velas y Veladoras” que había empezado su gira en los Países Bajos y visitaría nuestra ciudad y muchas otras de Latinoamérica. La propaganda decía que durante su recorrido, los vendedores intercambiaban productos o los adecuaban a las necesidades del comprador.
Cuando llegué a la dirección señalada, lo primero que llamó mi atención fue que no se distinguía el final de los pasillos y las carpas parecían una sola, interminable, hecha de cientos de retazos de colores.
Después de dos horas de aquí para allá, no podía decidirme. Los múltiples diseños me parecían bastante atractivos y hacían difícil la elección, aunque los precios también hacían que lo pensara varias veces.
De pronto percibí un olor que no había notado en otros lugares de la feria, y me dejé guiar por él hasta que llegué a un puesto particular: las velas tenían todos los matices que se logran en torno al azul. Al parecer, a la mujer que atendía el puesto le agradó mi visita, pues me recibió con una sonrisa y una mirada que alternaba de mí hacia la única veladora que sobresalía —por sus dimensiones— de las delgadas y largas velas; era también la que despedía ese olor agridulce que producía un efecto medio rasposo en la garganta.
Sin intercambiar palabra, la mujer se mojó los dedos y apagó la flama cerrando los ojos, ofreciéndomela sin aceptar el dinero que yo sacaba de la cartera. Me sentí tan satisfecho que fue lo único que llevé.
Contento por mi enigmática adquisición, me dirigí al departamento calculando el tiempo que me duraría la veladora, tomando en cuenta que su grosor era bastante más amplio que la longitud con la que contaba. Normalmente necesitaba 10 cirios al mes para iluminar mi lectura, pero sabiendo que tenía casi el triple, supuse que esta veladora formaría parte de la colección que sólo encendía en ocasiones especiales (cuando llevaba un libro nuevo).
Probé su capacidad para alumbrar en cuanto empezó a oscurecer y noté que era suficiente para toda la habitación, por lo que la dejé encendida mientras cenaba y pensaba en el libro que elegiría para esa noche, pero el olor era cada vez más fuerte y comencé a sentirme un poco aturdido. Confiando en que la lectura me haría sentir mejor, me recosté en el sillón y tomé mi ejemplar de Árboles petrificados; sin embargo, después de leer un poco, el olor se hizo tan denso que decidí levantarme y apagarla. Lo extraño fue que, al acercarme a ella, la sombra que esperaba ver en la pared no pertenecía a mi cuerpo, sino a figuras que no terminaban de delinearse, que se movían en varias direcciones y se expandían por el techo y la pared, como animalillos escapando de alguna prisión o corriendo en busca de alimento.
Un poco asustado, apagué la flama y me fui a dormir, pero no logré descansar en lo que restaba de la noche, pues las figuras que había visto proyectadas en la pared me habían impresionado tanto que aparecieron más grandes y monstruosas en diversas pesadillas.
Al otro día me costó trabajo despertar. Lo primero que pensé fue no volver a encender la veladora y sólo conservarla como adorno, pero sentí una especie de ternura al ver el brillo que adquiría bajo los rayos del sol, acentuando la fuerza del color y belleza que la hacía resaltar de las velas que ya tenía preparadas en otros candelabros.
Cuando llegó la noche no dudé en tomar los cerillos y prender el pabilo, pero las consecuencias fueron terribles: el olor inundó la habitación de inmediato, la luz era incluso más potente y los extraños contornos volvieron a aparecer, sólo que más amigables y sutiles. Parecían rostros de viajeros perdidos y asombrados o asustados, por lo que mi sobresalto inicial disminuyó poco a poco y seguí leyendo hasta que el olor terminó cumpliendo con su efecto adormecedor.
En cuanto empecé a soñar, descubrí que las sombras me habían engañado con sus expresiones ajenas de maldad. Las pesadillas surgieron de nuevo con sucesos más violentos y brutales, en escenarios que se transformaban lentamente de playas cálidas y tranquilas a tundras con vientos feroces que arrancaban los párpados y las uñas. De pronto aparecían aquellos seres de rostros angelicales y cuerpos bestiales armados con múltiples y extravagantes aparatos de tortura, y aunque se oían aullidos y quejidos por todos lados, siempre era yo la única víctima, aunque estoy seguro que del susto, ni siquiera podía abrir la boca para gritar mi desesperación.
La mañana siguiente me costó mucho más trabajo despertarme, esta vez completamente seguro de que tiraría la maldita veladora por la ventana.
Sin embargo, cuando la tomé para aventarla, sentí una atracción que me paralizó al descubrir que ni en el piso ni en ella misma había rastros de estarse consumiendo. Su apariencia limpia y casi pura me produjo felicidad y me incitó a besarla y tenerla conmigo todo el día en el trabajo, esperando a que llegara la noche.
Como lo suponía, el olor, las sombras y las pesadillas volvieron a aparecer, sólo que el miedo se fue convirtiendo en una adicción que aumentaba mientras el terror infundido por las monstruosidades ocurridas en el sueño me ataba a una segunda vida de la que no estaba convencido de quererme deshacer.
Era como protagonizar una de las tantas historias que diario pasaban ante mis ojos a través de páginas a veces blanquísimas o amarillentas; como encarnar personajes cuyas aventuras o atrocidades había llegado a envidiar al darme cuenta de que era el único momento en que la adrenalina corría por mi cuerpo, y le seguía una especie de frustración cuando la historia terminaba y yo seguía en mi habitación sin encontrar el secreto umbral que me haría quebrar la monotonía cotidiana para transformarme en vidente, en desterrado, en hábil asesino, incluso.
Sin embargo, llegó el momento en que las dudas en cuanto a convertir la veladora en desecho volvieron a atacarme, pues ya no era nada agradable saberme siempre víctima y objeto de persecución de aquellas sombras. Hubo una ocasión en que indeciso entre apagarla o irme a dormir sin leer, descubrí que soplando suavemente hacia la flama, las figuras se distorsionaban, y aunque no me libré de ellas, su crueldad en los sueños disminuyó considerablemente.
Lo que me preocupa es que esta noche le soplé tan fuerte que la flama se apagó. El cuarto está completamente oscuro, y aunque he deseado que algo así ocurriera desde hace años, he cerrado los ojos porque siento un terrible miedo de abrirlos y verificar que ya no hay cerillos para volver a encender la veladora, porque entonces no sabré en dónde esconderme hasta percatarme de que las sombras regresen a la luz o al sueño, a donde sea menos aquí, ahora que estoy despierto escuchando sus murmullos acuosos y el chocar de sus garras unas con otras, como el verdugo que afila su navaja.
Me aficioné a las veladoras por necesidad. En la época en la que el dinero me alcanzaba justo para comer y pagar la renta, hacía lo posible por ahorrarme gastos. Uno de ellos era el de la luz. Usaba lo necesario para el refrigerador, la parrilla, el calentador de agua, y, de vez en cuando, para oír un disco en la grabadora. Trabajaba hasta las seis de la tarde, y después me instalaba en un café cerca de casa, donde me quedaba hasta el cierre. El dueño platicaba conmigo cuando no había mucha gente, y poco a poco se fue enterando de mi gusto por la lectura y mis carencias económicas.
Una noche particularmente fría, antes de cerrar, se acercó y me regaló un termo con café caliente y un par de veladoras bastante anchas. Para que se caliente su cuarto; no importa si las deja encendidas toda la noche, la luz no le molestará. Sin embargo, al prenderlas noté que iluminaban bastante bien, por lo que terminé de leer lo que había empezado en el café.
Con el tiempo, mi salario mejoró, y aunque ya podía pagar la luz sin ningún problema, me había acostumbrado a que las noches en mi cuarto se alumbraran con velas de distintas longitudes, pues mi gusto por ellas me había llevado a recorrer plazas y mercados en busca de las más duraderas y, si se podía, con formas menos convencionales.
Ahora sé que esta obsesión debió tener sus límites, o por lo menos debí ser más precavido al buscar siempre los modelos más extravagantes. La última vez que adquirí una veladora, ni siquiera la necesitaba, pues mi cuarto estaba atiborrado de decenas de ellas, varias todavía sin estrenar. Sin embargo, me pareció irresistible ir a la “Feria Internacional de Cirios, Velas y Veladoras” que había empezado su gira en los Países Bajos y visitaría nuestra ciudad y muchas otras de Latinoamérica. La propaganda decía que durante su recorrido, los vendedores intercambiaban productos o los adecuaban a las necesidades del comprador.
Cuando llegué a la dirección señalada, lo primero que llamó mi atención fue que no se distinguía el final de los pasillos y las carpas parecían una sola, interminable, hecha de cientos de retazos de colores.
Después de dos horas de aquí para allá, no podía decidirme. Los múltiples diseños me parecían bastante atractivos y hacían difícil la elección, aunque los precios también hacían que lo pensara varias veces.
De pronto percibí un olor que no había notado en otros lugares de la feria, y me dejé guiar por él hasta que llegué a un puesto particular: las velas tenían todos los matices que se logran en torno al azul. Al parecer, a la mujer que atendía el puesto le agradó mi visita, pues me recibió con una sonrisa y una mirada que alternaba de mí hacia la única veladora que sobresalía —por sus dimensiones— de las delgadas y largas velas; era también la que despedía ese olor agridulce que producía un efecto medio rasposo en la garganta.
Sin intercambiar palabra, la mujer se mojó los dedos y apagó la flama cerrando los ojos, ofreciéndomela sin aceptar el dinero que yo sacaba de la cartera. Me sentí tan satisfecho que fue lo único que llevé.
Contento por mi enigmática adquisición, me dirigí al departamento calculando el tiempo que me duraría la veladora, tomando en cuenta que su grosor era bastante más amplio que la longitud con la que contaba. Normalmente necesitaba 10 cirios al mes para iluminar mi lectura, pero sabiendo que tenía casi el triple, supuse que esta veladora formaría parte de la colección que sólo encendía en ocasiones especiales (cuando llevaba un libro nuevo).
Probé su capacidad para alumbrar en cuanto empezó a oscurecer y noté que era suficiente para toda la habitación, por lo que la dejé encendida mientras cenaba y pensaba en el libro que elegiría para esa noche, pero el olor era cada vez más fuerte y comencé a sentirme un poco aturdido. Confiando en que la lectura me haría sentir mejor, me recosté en el sillón y tomé mi ejemplar de Árboles petrificados; sin embargo, después de leer un poco, el olor se hizo tan denso que decidí levantarme y apagarla. Lo extraño fue que, al acercarme a ella, la sombra que esperaba ver en la pared no pertenecía a mi cuerpo, sino a figuras que no terminaban de delinearse, que se movían en varias direcciones y se expandían por el techo y la pared, como animalillos escapando de alguna prisión o corriendo en busca de alimento.
Un poco asustado, apagué la flama y me fui a dormir, pero no logré descansar en lo que restaba de la noche, pues las figuras que había visto proyectadas en la pared me habían impresionado tanto que aparecieron más grandes y monstruosas en diversas pesadillas.
Al otro día me costó trabajo despertar. Lo primero que pensé fue no volver a encender la veladora y sólo conservarla como adorno, pero sentí una especie de ternura al ver el brillo que adquiría bajo los rayos del sol, acentuando la fuerza del color y belleza que la hacía resaltar de las velas que ya tenía preparadas en otros candelabros.
Cuando llegó la noche no dudé en tomar los cerillos y prender el pabilo, pero las consecuencias fueron terribles: el olor inundó la habitación de inmediato, la luz era incluso más potente y los extraños contornos volvieron a aparecer, sólo que más amigables y sutiles. Parecían rostros de viajeros perdidos y asombrados o asustados, por lo que mi sobresalto inicial disminuyó poco a poco y seguí leyendo hasta que el olor terminó cumpliendo con su efecto adormecedor.
En cuanto empecé a soñar, descubrí que las sombras me habían engañado con sus expresiones ajenas de maldad. Las pesadillas surgieron de nuevo con sucesos más violentos y brutales, en escenarios que se transformaban lentamente de playas cálidas y tranquilas a tundras con vientos feroces que arrancaban los párpados y las uñas. De pronto aparecían aquellos seres de rostros angelicales y cuerpos bestiales armados con múltiples y extravagantes aparatos de tortura, y aunque se oían aullidos y quejidos por todos lados, siempre era yo la única víctima, aunque estoy seguro que del susto, ni siquiera podía abrir la boca para gritar mi desesperación.
La mañana siguiente me costó mucho más trabajo despertarme, esta vez completamente seguro de que tiraría la maldita veladora por la ventana.
Sin embargo, cuando la tomé para aventarla, sentí una atracción que me paralizó al descubrir que ni en el piso ni en ella misma había rastros de estarse consumiendo. Su apariencia limpia y casi pura me produjo felicidad y me incitó a besarla y tenerla conmigo todo el día en el trabajo, esperando a que llegara la noche.
Como lo suponía, el olor, las sombras y las pesadillas volvieron a aparecer, sólo que el miedo se fue convirtiendo en una adicción que aumentaba mientras el terror infundido por las monstruosidades ocurridas en el sueño me ataba a una segunda vida de la que no estaba convencido de quererme deshacer.
Era como protagonizar una de las tantas historias que diario pasaban ante mis ojos a través de páginas a veces blanquísimas o amarillentas; como encarnar personajes cuyas aventuras o atrocidades había llegado a envidiar al darme cuenta de que era el único momento en que la adrenalina corría por mi cuerpo, y le seguía una especie de frustración cuando la historia terminaba y yo seguía en mi habitación sin encontrar el secreto umbral que me haría quebrar la monotonía cotidiana para transformarme en vidente, en desterrado, en hábil asesino, incluso.
Sin embargo, llegó el momento en que las dudas en cuanto a convertir la veladora en desecho volvieron a atacarme, pues ya no era nada agradable saberme siempre víctima y objeto de persecución de aquellas sombras. Hubo una ocasión en que indeciso entre apagarla o irme a dormir sin leer, descubrí que soplando suavemente hacia la flama, las figuras se distorsionaban, y aunque no me libré de ellas, su crueldad en los sueños disminuyó considerablemente.
Lo que me preocupa es que esta noche le soplé tan fuerte que la flama se apagó. El cuarto está completamente oscuro, y aunque he deseado que algo así ocurriera desde hace años, he cerrado los ojos porque siento un terrible miedo de abrirlos y verificar que ya no hay cerillos para volver a encender la veladora, porque entonces no sabré en dónde esconderme hasta percatarme de que las sombras regresen a la luz o al sueño, a donde sea menos aquí, ahora que estoy despierto escuchando sus murmullos acuosos y el chocar de sus garras unas con otras, como el verdugo que afila su navaja.
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