Querido
hombre poeta:
Hace
unos días terminé de leer el volumen que me faltaba de los Diarios de Carlos Edmundo de Ory, y, tal como me habías avisado que
él haría, envió uno de sus mensajes angélico-aerolitos que dice:
“Uno
siente hasta los huesos la nostalgia del infinito. Y la mística de la Nostalgia
original vuelve los ojos a la infancia del mundo. Somos niños acabados de salir
de la cuna, y nos erguimos buscando el horizonte allá donde se junta, en
apariencia, el cielo con la tierra. Hemos visto el horizonte amplio y ya
atisbamos la meta entre las treinta y dos direcciones. Queremos volar
alejándonos del suelo conocido que nos imanta. ¡Llegamos! ¡Llegamos! ¿Hasta
dónde llegaremos? No hay más rumbo que el que conduce a lo desconocido”.
Recordé
que cuando platicábamos de él, de Carlos, te brillaban los ojos al decirme: ¿pero sabes qué fue lo más increíble de
este viejo, Ilito? Que él conocía la fecha exacta de su muerte porque se le
había anunciado en sueños, y, sin buscarla, así sucedió. Entonces recordé
también lo importante que eran para ti los sueños, los signos, las señales, por
pequeñas que éstas fueran, para hacer desde cosas tan cotidianas como comprar
el pan en un lugar y no en otro, hasta para tomar un camino y no el otro en
esta danza del aire que acabas de emprender. Y te pienso atendiendo a los
sueños y los signos, y me siento tranquila porque sé que sabías que era justo
ése -y no los tropiezos de hace años- el momento preciso, el más adecuado, el
dictado por los cantos del alba, los nenúfares marinos, la caricia solar sobre
tu espalda, para partir.
Imaginarás
que no ha sido fácil hacer entender esto a la gente. Y cuánta gente, hombre
poeta, que brota quién sabe de dónde y
no entiende que hayas realizado un acto que revela cuán comprometido estabas
con tus convicciones, con las más verdaderas y profundas, con las que forjaron
tu espíritu desde que tenías ocho años. Incluso debo confesarte que hay algo
que me ronda la cabeza desde aquella noche y que casi no he platicado con
nadie, pero conociéndote como te conozco, algo me dice que tus preparativos y
tu modus operandi fueron también una
forma de acompañar a tu tío, el poeta tabasqueño Ciprián Cabrera Jasso, con
quien te sentías, como decías, extrañamente identificado, sobre todo con su
libro Nadie detendrá el viaje, del
que te gustaba tanto ese poema de “La Esperanza”:
En cada gota de
lluvia
cae al mundo
la
luz de la primera tormenta.
Como si el misterio
de la oscuridad
develara el profundo
abismo,
que es su esencia,
y nos mostrase su
belleza
en el líquido
transparente.
Así ha de ser la
esperanza:
el vislumbre,
a través del
horizonte que no se alcanza,
de una existencia
que nos permita
prolongarnos
más allá de los
postigos oculares
y que nos permita,
además,
como a la araña,
abandonar la piel
que llevamos a
cuestas
y volar por el
viento, ser el viento.
Ay,
hombre poeta, si vieras la que armaste… Seguro que lo sabes y seguro que has de
estar sonriendo con una nueva pipa de meteoros entre tus labios, ahora más
cósmicos que nunca… Y sabías, seguro que sabías lo que iba a pasar con tu
trabajo, con tu historia: es triste pero cierto eso de lo que hablábamos tantas
veces: el poeta, cuando muerto, se vuelve doblemente poeta, amigo hasta de las
piedras, y su poesía se mueve como corriente marina. Pero no te preocupes,
sabes y sabías desde entonces que no íbamos
a dejar que esa corriente se detuviera.
Y no hablo sólo de tu obra poética. Para entenderte completo, para llegar al
fondo de tu columna vertebral, de tu otra convicción más rotunda, de uno de los
motivos que nos hizo salir de México, es necesario que se lean o relean tus
textos críticos en contra del sistema cultural mexicano, de la mala entraña de
grupúsculos y pequeños empoderados que llevan como bandera la corrupción, la
mediocridad y el entreguismo desbordado y cínico. Es necesario volver a las
armas con La mesAlterada. Es necesario que se lean y haya eco de tus
manifiestos en busca de una nueva estética dentro de la poesía mexicana: nadie
más ha vuelto a pronunciarse por algo parecido a “Por una Poesía Evolucionaria”
o la “Poesía de la Inconexión”. Ya lo dijeron Israel Miranda, Jaime Coello,
Andrés Cardo, pero yo también me lo pregunto: ¿ahora quién va a decirle sus
verdades, a confrontar tan de frente, tan directamente a tanto parásito
literario? Confío en que Mauro y Jerónimo, cada uno a su manera, lo hagan, no
porque hayan sido tus alumnos-carnales más queridos y aplicados, sino porque
aceptaron el diálogo y la escucha inteligente que pocos de su generación son
capaces de abordar.
Lo
importante, en todo caso, es que los lectores que creíamos que llegarían hasta
dentro de diez años, empiezan ya a asomar los ojos sobre tus letras: es
imposible mantenerse ajeno a la soltura con que eres capaz de engullir los
bocados de realidad pétrea para devolverla en lienzos transparentes del dolor y
la euforia con que te entregabas a la vida, al sueño, al camino no sólo de agua
y tierra, sino al inmenso laberinto que crecía en tus entrañas y en el que te
gustaba perderte noches y tardes enteras jugando a encontrar lo más
incandescente de ese centro. Y te costó trabajo, pero sí: lo lograste: encontraste
la piedra preciosa que cantaba bajo tu orilla de delirios nocturnos, la piedra
que creíste que era de la locura y resultó ser más que eso, más profunda, más entera
y tersa: la piedra del destino, la palabra última que tenías que gritar con
todos los nombres que daban sentido a ese ciclo vital tan tuyo llamado POESÍA.
En
fin, hombre poeta, que me dejaste en plena carne viva ante la vida, y no me
queda otra más que cumplir con esa última promesa de entregar mi alegría y
ferocidad en cada momento importante del día; no dejar de escuchar esa música tan tuya y de tus amigos raros,
como decías; no abandonar la Cineteca ni los museos, no dejar de leer y nunca
nunca dejar de escribir. De verdad que lo intento, como dije que lo haría
aquella mañana del último miércoles, pero es raro saber que no se nos hará ese
encuentro tan prometido que iba a ser el de abril; que no podré ver a través de
tus ojos todo lo visto en aquellas ciudades durante la segunda travesía
austral, que no bailaremos la canción del pulque… Eso sí: la promesa de la
escritura nunca ha sido ni será rota: de entre todos los nombres con los que me
rebautizaste, hay uno que es ineludible y que llevo como marca de destino:
Mujer con Chispas en la Boca, que, como me explicaste, en la tradición de los
pueblos indios norteamericanos significa Hacedora de Historias, y que me tatuaste porque negar el quehacer, dijiste, es negar la vida.
Y
bueno, ya nada más te recuerdo que como escritora de ficción que soy, yo sí
creo en fantasmas, y que si te me vas a aparecer en alguno de tantos lugares
que recorrimos juntos, deberás decirme alguna de las tres claves secretas para
saber que eres tú y no algún espíritu peor de maldoso que tú…
Debo
irme ya, mi querido hombre poeta. Yo sé que siempre nos dijimos todo, que no quedaron
pendientes en el cuenco del corazón ni de las palabras en este inmenso periplo
de caminos separados, pero como me enseñaste que es de mala educación no
agradecer cada que uno se despide, te doy las gracias por haber compartido el
amor que me tocó vivir contigo: las buenas y las malas aventuras, los amigos,
la literatura, la escritura, las carreteras y el cielo latinoamericano, pero
sobre todo por la oportunidad de dejarme mostrarte ese otro lado de ti mismo
que tanto y tan extrañamente te hizo sonreír. Gracias por ayudarme a comprender
todas las aristas de la palabra libertad. Gracias por no haber traicionado
nunca tu naturaleza. Y gracias, pues, por la poetada vida.
Supongo
que habrá mucha interferencia entre plano y plano dimensional, pero ojalá, junto
con estas palabras, te llegue también mi amoroso sentir indescifrable de
humano-extraterrestre.
Nos
estamos viendo en sueños y en la literatura.
Cambio
y fuera, Marco corazón de la poesía.
Fuera
y cambio, querido hombre poeta.
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